Habla por el móvil con la voz queda. Sonríe. Mira sin mirar. Se toca la entrepierna con la mano izquierda, estrujándose los testículos de forma semi-inconsciente. Lleva cachondo los veinte minutos de conversación. Claro que estoy deseándolo, dice. Se le amplía aún más la sonrisa, se le entornan los ojos. Le llega ruido de llaves a su espalda, desde el final del pasillo. Alguien entra. Aparta la izquierda y la apoya en la silla, sin sobresaltarse. Es la pesada de mi mujer, que llega antes, espera un momento. Ya no se inmuta, antes solía ponerse nervioso y daba un respingo. Hola cariño, le dirige Carmen mientras gira a la cocina cargada de bolsas del Mercadona. Cada día llegas a una hora distinta, no sé qué clase de descontrol llevas últimamente, le contesta. Lo dice sin dejar de ofrecerle la espalda. Oye, en un rato te llamo, y si no hablamos luego en el trabajo, chao gordita. César entra en la cocina, le da un beso automático en la mejilla y pregunta qué tal a nadie en concreto, casi al frigorífico, mientras le extirpa sin mirar una cerveza de la puerta.
Cenando frente a la tele hablan poco. Suele ser así. Él mira fijamente la pantalla mientras ella divaga sobre su día durante las pausas publicitarias, o da su opinión sobre la programación, aunque le gusta casi todo. César suele despreciarle las preferencias televisivas. Hace demasiado tiempo, más del que es capaz de recordar, que tiene la impresión de que su mujer es una simple. Él merece algo más. No entiende cómo pueden gustarle los programas del corazón, ese reality o las películas de sobremesa del fin de semana. Anda trae acá, que si fuera por ti acabaríamos viendo la misma mierda que cenamos, le dice mientras le arranca el mando a distancia. Carmen le levanta una ceja fingiendo estar ofendida, pero en seguida sonríe de lado y baja la mirada. Se observa el zapato de tacón del pie derecho. Vuelve a centrarse en su plato, se sirve una ración generosa de mayonesa y embadurna en ella el pescado. No sé cómo puedes comértelo todo con mayonesa, dice César que la observa de reojo. Qué asco, parece decir una fugaz mirada suya de repugnancia, y pone las noticias de la 2. Ella no dice nada, aunque por una comisura se le escapa una sonrisa mínima. Antes acababa antes en todo, ahora sólo es la más rápida cuando se trata de cenar juntos. Se levanta y recoge los platos de la mesa, aunque esta vez su mirada es distinta de otras noches, como si los tabiques del pasillo o los muebles del comedor, César incluido, se hubieran tornado de pvc transparente e inerte y pudiera ver a través de ellos. Ajeno, termina de comerse con bocados avariciosos un bollo relleno de chocolate que gotea y mancha el sofá. Mira la mesa, ha quedado recogido todo excepto el bote de mayonesa. Lo mira con fastidio.
Apenas se muestra contrariado. Todavía. Es cierto que desde la cena de anoche no han cruzado palabra, como una especie de excedencia verbal tácita. Pero en el minuto treinta y uno se da cuenta de lo extraña que ha sido la última media hora. Carmen ha llegado a la hora de siempre, catorce cero cero, y en lugar de ponerse a calentar algo que cocinara anoche, ha entrado y salido del dormitorio en cuestión de segundos, con una maleta que obviamente preparó antes de salir esta mañana mientras él dormía. César trabaja siempre en turno de tarde, coordinando los cogotes de una panda de teleoperadoras perezosas, así que habitualmente se levanta cuando ella lleva ya dos horas trabajando. Hace mucho tiempo que no se despierta para despedirla. Antes de salir sin dar portazo, se han quedado mirando unos instantes a través de la lejanía del pasillo, inmóviles ambos. Él extrañado, ella deseándole suerte con los ojos, condescendiente.
Se ha pasado la jornada laboral entre reflexiones, aunque antes de la hora de salir ya había pactado con Sandra una cena en su casa, para ampliarle la explicación esquemática que le ha dado frente a la máquina de café del office sobre lo ocurrido. Su Volvo rodaba hoy más rápido de lo habitual para ganarle el tiempo suficiente de parar a comprar un buen vino y ducharse al llegar. Tenía la intención de pasarse la noche follando como un adolescente, con la cabeza metida entre los enormes pezones de Sandra, para celebrar su reciente soltería y pasar de golpe esa pesada página de su vida que contenía varios lustros escritos. Antes de asearse y recortarse el matojo púbico, que llevaba francamente descuidado, ya desnudo y envuelto en la toalla, ha decidido tomar algo rápido, como un sándwich. Preparándolo con urgencia, sobre la bancada de mármol de la cocina, decidió que sería un detalle triunfal aderezarlo con un poco de mayonesa. Como gesto último de victoria. Después de utilizar el bote lo ha lanzado con rabia al cubo de la basura. Hasta nunca. Mientras masticaba se ha acercado al comedor, para poner algo de música de fondo. Observa con cierta indiferencia que al morder el sándwich una gota de mayonesa quedó desparramada sobre el suelo de terrazo, y entonces blasfema. Caminando apresurado a buscar algo con qué limpiarla se ha dado cuenta de que estaba puesto el cd de Melendi en el equipo de música. A Carmen le encantaba, parece que ayer estuvo escuchándolo. Porque te quiero como el mar quiere a un pez que nada dentro, canta el supuesto rasta a grito pelado. Inmediatamente ha cambiado de objetivo, girando sobre sí mismo para volver a oprimir el stop del mando a distancia. Lo ha hecho con tal decisión, con tanta velocidad, que cuando ha decidido sortear la mancha del suelo ya era tarde. Ambas piernas se han elevado por encima de su cabeza que, basculando por el contrapeso, se ha estrellado ruidosamente contra el suelo. Al caer ha quedado en una postura grotesca, con la mitad inferior del cuerpo apoyada en perfecta vertical sobre la pared del pasillo, y el resto ladeado, descansando. Los ojos muy abiertos, con expresión de no entender nada, miran fijamente la foto en blanco y negro de un río sobrado de Praga que cuelga en la pared, aunque vacíos.
Ahora Melendi sigue a lo suyo, gritando sandeces, mientras el timbre del portal suena insistentemente. Cuando cesa le sustituyen varias llamadas seguidas del móvil, desde donde Pavarotti entona sublime un pequeño fragmento del Nessun Dorma de Turandot, que quedó en el bolsillo del pantalón sobre el bidé. A dos metros del Nokia reposa la carcasa inerte de César, sobre un tímido charquito de sangre. El peso de las piernas comienza a vencerlas y resbalan mansamente hasta llegar al suelo. César lo sabe porque las ve alejarse de su campo de visión. Pestañea.
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