jueves, 29 de abril de 2010

No lo llames gimnasio, llámalo gym.

Lo del té verde está muy bien y todo lo que quieras. Es más sano, dicen. Así que pillé cuarto y mitad con ginseng, que me costó un ojo de la cara. De saberlo hubiera optado por marihuana. Pero eso es otra cuestión (lega-legalización). El caso es que me sentía más sano de cara al mundo exterior por reducir mi ingesta de cafeína, pero en el fondo sabía que me engañaba. El p**o té no deja el mismo regustillo, sea del color que sea, amén de que no conlleva el mismo trabajo apretar un botón de la Nespresso que preparar una tetera, colador, agua, esperar el reposo de rigor, etc. E insisto en lo del reconfortante regustillo de sobremesa que te acompaña durante toda la tarde, aunque te cepilles los dientes. En fin. El caso. He vuelto a reabastecerme de cápsulas de café, y eso se merece una página llena de letras. Que estén agrupadas de forma ortográficamente correcta o hasta con buen gusto será pura coincidencia. En cualquier caso me conformo con la primera posibilidad. No soy un tipo con grandes pretensiones.

Después de muchísimos meses he vuelto al gimnasio. Y después de todavía más y más meses a la sala de máquinas y mancuernas, concretamente. Antes de mi operación ya la había abandonado, de hecho, para hacer pilates rodeado de señoras de todas las formas, colores y timbres de voz. La razón en sí no fueron las señoras, claro. Principalmente me decidí por no tener que volver a levantar pesas al lado de algunos seres de extraño pelaje. Me refieeeero aaaa… ¡la Carne de Gimnasio!

En todos los gimnasios de Valencia, de España y del mundo en general rigen las mismas normas. Igual que en todas las pandillas habidas y por haber hay ciertos personajes fijos en torno a los cuales funciona todo: el ligón, el tonto, el gordito, el gracioso, el de economía humilde, el pijo, el empollón, la niña con aspecto de niño que de mayor se transforma en una tía mega-maciza... No todas las pandillas cuentan con tan selecto elenco al completo, pero es que no todas las pandillas son perfectas. Bien, en el gimnasio igual. Pero con diferencias. Si tu intentabas ingresar en una panda y eras gracioso, por ejemplo, corrías el riesgo de que te dijeran “no mira, lo sentimos pero esa plaza la tenemos ocupada y de momento estamos bastante contentos con nuestro gracioso, pregunta en la pandilla del barrio de al lado, creo que acaban de despedir al suyo y puede que tengan algo para ti”. Lo más seguro era optar por entrar como figurante, de forma anodina, mediocre y completamente gris. De relleno, vamos. En cambio en el gimnasio apenas hay figurantes. Sospecho que los rechazan porque lo que quieren son primeras figuras, como en el Real Madrid. Aunque no hagan una mierda.

El caso es que si tuviera la suerte de que en mi gimnasio hubiera un alto porcentaje de figurantes, yo sería feliz. Bueno, tampoco es eso. Pero no me saldría urticaria, y mi úlcera apenas protestaría mientras hago ejercicio. Pero no, claro. Así que he decidido que la única forma de eludir tan gratas presencias es madrugar, y entrar a las ocho de la mañana. Todo el mundo sabe que los ciclados se miran en el espejo de su casa de ocho a nueve, preferentemente con luz cenital, recreándose en cada mínima sombra de su cuerpo henchido y a continuación desayunan enormes cuencos de arroz hervido con pechuga de pollo, (cogiendo la cuchara con la palma de la mano, como los yankis) así que a esa hora estoy a salvo. De ellos al menos.

Próximo post: “DE MANCUERNAS Y CICLADOS”

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