domingo, 26 de diciembre de 2010

Tecno-paria

Atención: Lo que está a punto de leer no forma parte, repito, NO forma parte de ningún monólogo humorístico. En ningún caso los hechos descritos a continuación han sido alterados ni adornados tomando licencias literarias o exagerando situaciones que son rigurosamente, repito, RIGUROSAMENTE ciertas. Nada de lo que sigue ha sido descrito bajo un punto de vista victimista, sino simplemente objetivo.

Conste asimismo que no creo en supersticiones absurdas ni maldiciones. Procuro regirme por la lógica, o al menos por cierta lógica. No me trago lo de los males de ojo, las curaciones fruto de peregrinar hasta el quinto coño para comprarte una camiseta con una foto de la virgen guiñándote un ojo, ni pienso que por pensar pensamientos positivérrimos atraigamos fuerzas místicas universales que quieren colmarnos de todo aquello que deseamos y necesitamos para nuestra felicidad (de hecho, en todo caso sería un error caer en la trampa de darle pistas a esta perra vida sobre lo fácil que le resultaría hacernos inmensamente desgraciados con sólo negarnos cuatro idioteces). Aunque oye, allá cada cual.

Y sin embargo, creo firmemente que hay cosas que son como son, y punto. Escapan a cualquier comprensión, pero ahí están. En mi caso, la cosa es que la tecnología me odia. Esto es así. Me odia personalmente. Sí, sí, no es que nos miremos mal cuando nos cruzamos por el pasillo, o que ni nos miremos. Simplemente me aborrece. No sé exactamente si esto sucede con casi todos los aparatos electrónicos en general, o es el concepto global tecnológico el que me detesta a mí como individuo. Hasta ahí de momento no alcanzo a entender. Menos aún el porqué. Pero lo cierto es (y esto es un hecho de sobra comprobado) que cualquier dispositivo que funcione con electricidad me desprecia a muchos niveles.

HE AQUÍ LOS HECHOS, SEÑORÍA:

Hace años me compré un coche. Relativamente caro, familiar, muy cómodo, amplísimo, útil, potente. Y controlado electrónicamente, como casi todos. Error. El tercer día, el ordenador comenzó a indicarme falsos problemas de fallo motor que, por otra parte, funcionaba perfectamente. Aún así, lo bloqueaba hasta que lo diagnosticaban en un taller autorizado. Esta situación se convirtió en algo prácticamente mensual, hasta que al poco tiempo se unieron las ventanillas que, electrónicas ellas, se unieron al motín. Lo malvendí al instante, acojonado. Me regalaron un equipo de sonido Home Cinema. También potente. Y caro. Lo último. Comenzó siendo un poco tiquismiquis con algunos deuvedés de procedencia dudosa o mínimamente sucios, yo creía que era simplemente excéntrico. Ahora no admite prácticamente ninguno. Da igual el que meta, me miente en la jeta.“No hay DVD”, dice. Sólo sirve para escuchar mp3. Me hice con un grabador de dvd doméstico con un disco duro del copón, que te permitía llegar a casa a las tantas de la noche y rebobinar prácticamente toda la programación del día que había memorizado. Tres meses después comenzó a bloquearse a partir de un par de horas de uso, lo que lo limitaba considerablemente. Cuando me habitué a la nueva situación, la bandeja de expulsión quiso rizar el rizo y decidió funcionar únicamente a su antojo. Hoy en día es un vegetal. Mientras tanto el receptor tdt me dejó varias semanas sin televisión, hasta que un día le di tanta pena que volvió a ofrecerme servicios mínimos (pero mínimos, mínimos). Para mi aniversario recibí una agenda Pda con Gps incorporado. La llevé tres veces al servicio técnico, harto de que de repente le dieran ataquitos y se bloqueara, borrando de paso todos los datos. A la cuarta la guardé resignadamente en su cajita oficial. Tengo un horno en la cocina, primerísima marca, al que nunca le hizo gracia que lo utilizara con el temporizador a la vez. Demasiada presión, supongo. Total, que temporiza o cocina, pero nunca ambas cosas a la vez. Rollos sindicales, seguramente. Una práctica secadora de ropa, primerísima marca(que me vendría genial estos días lluviosos), se cogió la baja definitiva a los seis meses de vida laboral. Para mi asombro, el servicio técnico se lavó las manos alegando que posiblemente la usé para secar calcetines diminutos (calzo un 43) y que esa podía ser la razón de un supuesto atasco mecánico. He contratado distintos proveedores de internet, cada uno con su router wi-fi propio. Cada uno con su propio rendimiento de mierda que hizo que acabara cambiándome a la siguiente compañía. Cuando mi ordenador de sobremesa comenzó a renquear y hacerse las necesidades encima, lo llevé al bosque a dar un paseo, en la camioneta. Sí, esa donde suelo llevar una pala y algún saco de cal viva. Me las prometí muy felices con mi nuevo y flamante portátil, aunque contraté una garantía ampliada de tres años por si las moscas. La misma garantía que, tres reparaciones después me ha dicho que ya está bien hombre, ya no te lo arreglamos más, búscate la vida que nos sales caro. Mientras tanto me prestaron un segundo portátil para salir del paso que funcionaba perfectamente, éste desde el que escribo. En cuanto cayó en mis manos envejeció diez años. En estos momentos , después de arduas negociaciones, he de conformarme con un funcionamiento de unos veinticinco minutos seguidos, lo justo para ver un episodio de Californication (y nada de ventanitas abiertas minimizadas, campeón), pasado ese tiempo se apaga solito. La clásica historia de varios móviles que van funcionando cada vez peor hasta que mueren inexplicablemente uno detrás de otro me llevó a apostar por el iPhone de la prestigiosa marca de Steve Jobs y su puta madre. Supuestamente con él estaría conectado con el mundo exterior y tal. Pues no. Sobrevive a base de reiniciarlo cada dos por tres, seis. Reinstaladas una y mil veces las versiones móviles del Facebook y diversos programas de mensajería instantánea, hoy por hoy no te aconsejo que me abras una conversación aunque me veas conectado, si quieres que sigamos conservando la amistad. O si ésta te la trae floja, hazlo al menos para que mi úlcera se quede como está, virgencita virgencita. Ah, y en mi casa nunca funciona más de un 60% de las bombillas halógenas. Da igual la frecuencia con la que las cambie. Lo inquietante es que cuando no sustituyo las que no funcionan no se funde ninguna nueva. Pequeñas cabronas. Me llegó de Ebay un software para digitalizar videos Vhs que… ¿lo adivinan? Huelga decir que no pude tramitar la reclamación porque estaba sin ordenadores (y paso de ir a un cibercafé, el dueño se echa a temblar cuando me ve llegar). Y en otra ocasión, entre varios amigos reunimos pasta para comprar una cantidad importante de relojes de marca, por aquello de ahorrarnos portes entre todos. Pues de una quincena de ellos, había uno de ellos que llegó averiado. Pero sobretodo, el colmo de los colmos, la madre del cordero, lo que define en pocas palabras mi frustrante y complicada relación con los cachivaches del futuro es que cuando me entregaron ese flamante y futurista dni electrónico después del madrugón y la pertinente cola de varias horas… antes de una semana ya había perdido el chip.


Ahora mismo Windows comienza a ralentizarse, así que con toda seguridad publicar este texto me habrá costado varios reinicios del sistema. Mientras escribo estas líneas, quién sabe qué nuevos aparatos estarán conspirando contra mí... Siempre sospeché que moriría de forma heróica y memorable, pero ahora estoy convencido de que será cuando mi vida dependa de una máquina. Y tengo miedo. En serio.


..

viernes, 19 de noviembre de 2010

ME RESUCITA EL OLOR DE:

La acera de cualquier bar en Madrid a las seis de la mañana. El césped que cortaba aquel verano adolescente. Mi balcón los sábados sobre el horno de la esquina. La Habana, en cuanto bajas del avión. Mi padre recién afeitado, aun cuando usa la loción más barata. Las salas antiguas de cine, como de cloro. La Plaza del Ayuntamiento después de la mascletá. El hormigón recién echado. Mi casa después de haber pasado fuera un tiempo, a cerrado. Alguien que se te cruza con la ropa recién lavada con suavizante. El portal de mi abuela, a cocido madrileño de extrarradio. La primera página que leo del periódico dominical. Una cama con sábanas nuevas, todo un clásico. La mañana siguiente de haber estrenado una cama con sábanas nuevas. Cuando me lavo la cara con Heno de Pravia. Las calles de Vallecas. El reencuentro con un libro olvidado hace muchos, muchos años, como Momo. Cualquier rincón de la casa del pueblo de Isma cuando prepara el té. El Café Teatro de los domingos por la tarde. Los siete días del camino de Santiago inglés. Alguien que fuma cerca una mañana muy fría. La frutería de mi barrio. Tu pelo.

martes, 26 de octubre de 2010

CASI

Cuando conocí a Melpómene aún llevaba coletas, y me pareció muy simpática. Aunque nos costó bastante, finalmente llegamos a un acuerdo razonable. Ella trabajaría de media jornada y disfrutaría de varios meses de vacaciones al año, distribuidos a su completo antojo y sin obligación de aviso previo alguno. Aún así yo me daba por satisfecho. Un buen día le hicieron una oferta que a ella le pareció mejor y acabó largándose. Más tarde supe que todo resultó ser un pufo, ya se sabe que con las crisis las apariencias se vuelven todavía más engañosas. Sobretodo si quieres que te engañen. Además, después supe que me había perdido torpemente el día diecinueve por el fregadero, así que cuando al tiempo quiso volver no me pareció buena idea contratarla de nuevo.

Polimia se enteró de lo sucedido y propuso trabajar para mí en calidad de freelance. Para ser justos he de decir que aprendí de ella más de lo que cree, como si hubiera sido la primera. Hasta hace muy poco iba y venía cuando quería, a días sueltos. No se le puede pedir más, ella es así.

Entretanto negocié una temporada con Urania. Era insultantemente bella. El más leve movimiento de la comisura de sus labios justo antes de sonreír conseguía dilatar mis pupilas por completo, creo que incluso me ponía a salivar sin poder evitarlo. Y cuando el acento andaluz le afloraba a traición y se le ponían los ojos infantiles, era yo el que sonreía hasta que conseguía sonrojarla. De ella me quedo con su regalo, “De profundis”. La única pega, que vestía la piel de la Alicia de Lewis Carroll, pero dentro latía un corazón de Sombrerero Loco. Y yo no soportaba el té.

Admito que lo de Clío me pilló por sorpresa. Comenzó de becaria, haciendo unas prácticas de verano y acabó firmando un contrato razonablemente remunerado, teniendo en cuenta el modesto estado financiero de mi empresa. Creo que fue por su mirada dulce y verde, y el aroma muy similar al poniente que despedía su pelo. Pero era aspirante a actriz y acabó dejando el empleo cuando le ofrecieron la película que llevaba tiempo esperando. Hacía de rejoneadora, y bordó el papel. Tiempo después comprendí que fue la mejor decisión, que no debía ser de ningún otro modo.

Pasé infinitas mañanas muertas observando a Talía mientras fumaba desnuda en mi balcón, apurando su taza de café. Una criatura tremendamente sensual. A veces sonreía de medio lado, con esa boca pequeña, pero casi siempre lo hacía a carcajadas, sin tapujos. Poseía el par de pies más bonitos que recuerdo haber conocido. Un día, de repente, creció y se licenció en derecho. De vez en cuando aparece en los telediarios representando a gente importante. Dicen que prácticamente es capaz de ganar un litigio desabrochándose un solo botón de la camisa ceñida.

Hubo unas cuantas más, claro. Alguna vez me acuerdo también de Euterpe, menuda y nerviosa, que intentaba a toda costa seguir siendo una nena con su melena rubia siempre impecablemente igualada, o de Calíope, que a cualquier hora del día sabía y olía a café recién molido. Casualmente ambas se llevaron de mi biblioteca libros que jamás llegaron a devolverme. A veces me sorprendí a mí mismo imaginando que los abrían y se daban de bruces con mi nombre escrito a bolígrafo en la portada, e intentaban acordarse de mi cara sin conseguirlo. Como aquello no funcionó demasiado bien pensé que ya puestos, valdría la pena liquidar la lista entera e intentar fichar de nuevo a Erato o Terpsícore. La primera se había retirado de su profesión y montó un pequeño hotel familiar en un pueblecito pesquero de la costa mexicana. Hablamos casi tres horas por teléfono y quedamos en vernos durante sus vacaciones, aunque no pudo ser. A la segunda jamás conseguí localizarla, sólo existía una web con su nombre, siempre en construcción, hasta que un buen día sencillamente desapareció por completo.

Lo que no acabo de explicarme es cómo se habrán enterado del lugar y hora de mi entierro. Eso sí, sé que han llegado juntas. Eso explica que vayan vestidas de forma idéntica, y que me nada más llegar me hayan guardado esta página escrita con prisas perfectamente doblada en el bolsillo de la chaqueta. Me haría mucha ilusión que me hubieran dejado bien marcados sus ocho labios superpuestos, ya que todas me han besado en el mismo sitio exacto de la mejilla derecha, junto a la cicatriz. Pero ninguna tuvo necesidad jamás de usar carmín.

..

miércoles, 13 de octubre de 2010

SNACK

El tiempo es un vendedor a domicilio de enciclopedias que en realidad no necesita vendernos nada, pero disfruta colándonos la letra pequeña. Nos hacen creer que nos mejora, que nos hace crecer. Lo segundo es obviamente cierto, que no necesariamente lo primero.

El tiempo se nutre de nuestra piel muerta, la que él mismo mata. Nos erosiona. Somos el alimento y a la vez el plato en que se sirve. Nos aliña con sus sueños, nos reboza de anhelos. Y después nos lame, a veces vorazmente y otras con sosegado deleite. Afortunadamente suele dejarse algo, que acabamos rebañando. Algo mínimo, pequeño como un platito de café y que usamos como escudo, como si tuviéramos que defendernos de él. O pudiéramos. Aún así nos sirve de balón de oxígeno, y casi siempre se agradece.

Como vendedor con (mínimos) escrúpulos, a veces se compadece de nuestra precariedad y nos hace pequeñas concesiones. Descuentos por pago en efectivo, márgenes de beneficios menores, carencias en la primera cuota y cosas así. Todo lo que su jefe, que es su feroz apetito, le permite. A él no suele suponerle nada, y para nosotros llega a ser media vida de regalo.

Pero suele preferir comportarse como un mosquito atroz. Nos anestesia con cuidado para vaciarnos desde el interior de forma imperceptible aunque constante. Nos unta de juventud, pero lo hace una sola vez y de forma roñosa. Le dejamos hacer, refugiados tras una capa finísima de belleza y tersura. En sus malos días, cuando se levanta por la mañana especialmente cruel, nos castiga saludándonos con una simple mueca, irónico, para recordarnos su presencia. Entonces flaquea el barniz que nos cubre, que nunca viene mal.

Nos vende, zalamero él, que a cambio nos hace evolucionar, crecer como personas. Que nos vuelve más sabios. Pero no. No disponemos de tanto tiempo. Lo único cierto es que nos pone a todos en nuestro sitio, que tampoco significa que sea lo justo. Puede que no nos guste la parcela que nos toque. Da igual protestar, en esos casos sólo observará nuestros aspavientos de soslayo, por encima de su traje de hombrecillo gris mientras se fuma bien liados nuestros minutos y nos devuelve en la cara volutas indiferentes de humo (¿dónde están Momo y Morla cuando las necesitas?), mientras se sacude las manos con la mirada de "lo hecho, hecho está".

Supongo que al tiempo le encanta que usemos nuestros segundos hablando de él. Es como un suculento aperitivo que escapa de la rutina. Una delicatessen, un delicioso souflé de aire a media mañana. Seguro que esta página se la come a bocaditos mientras echa largos tragos de cerveza fría, o maridada con un Chardonnay.

Pues que te aproveche, cabronazo.

..

martes, 21 de septiembre de 2010

CON EL CUENTO CHINO...

Partamos de la hipótesis (échenle imaginación) de que soy un necio. Después de "con todos mis respetos...", mi frase admonitoria preferida es "el que avisa no es traidor". Así que si alguien se me escandaliza a medio blog y me llama insensible, xenófobo o, peor aún fachilla, puede irse a tomar por el asterisco. Con todos mis respetos.

El caso es que prácticamente todas las semanas en mi ruta habitual hacia el gimnasio (o gym, por si lee algún adolescente) descubro un nuevo comercio de gerencia china que, una vez abierto, compite en horarios con el Seven Eleven y alguna constructora egipcia de pirámides. Como soy portador (o huésped) de unos principios bastante retorcidos/rebuscados, pero principios al fin y al cabo, siempre me he negado a gastar un solo céntimo en dichos locales. Me da igual que se llamen "todo a 0'60€", "Bar & tapas Chu-Lín" o "Bisutelía chunga pelo balata". Sólo los restaurantes chinos se salvan honorablemente. Podría alegar razones como respeto por los derechos obreros de allí y de aquí, mi preferencia (soy así de caprichosito) por los productos que sobreviven a las 12 horas de uso, lo que me asquea la competencia desleal apoyada en la salud de los de siempre, o simplemente que nuestro gobierno nos haya vendido ante la segunda potencia económica del planeta cual puta que se deshace de su bebé en un arrollo porque le sale más a cuenta amamantar al de una familia pudiente. Me sobran motivos como para rellenar entradas del blog durante semanas y al mismo tiempo dar salida a la bilis que me sobra, pero me los ahorraré. Por ahora.

Ciñéndome al asunto oriental, llevo mucho tiempo convencido de que visto lo visto, llegará el día en que nuestros hijos, o sus hijos, tendrán prácticamente que emigrar a China si quieren trabajar. Y entonces se toparán con un ambiente laboral mucho menos amistoso (recordemos, somos el "demonio extranjero" del que, hasta hace bien poco, no querían ni oir hablar) del que aquí se ofrece. Que ya es decir. Lo más probable es que doblen el lomo doce horas diarias a cambio de un sueldo miserable, un bol de arroz blanco y quince minutos de asuntos propios. E insisto, que esto lo vea un zoquete como yo indica lo obvio que debería ser para el resto. Siendo franco, este es una de las principales razones por las que procuro no financiar ese futuro a mi descendencia.

Estas son las idioteces que suelen rondarme por la cabeza mientras pateo aceras con el mp3 colgando. Pero hace un par de días caí en la cuenta de algo. Mientras yo, con mi sueldo de mierda, sigo prefiriendo gastar mis escasos euros de teleoperador pagando precios razonables por una caña con su tapa o unos calzoncillos de Spiderman decentes (sí, es compatible), me cruzo a diario con padres y madres de familia que alegremente entran en estos comercios a comprar gili****ces de ínfima calidad mientras observan, bovinos ante el AVE, cómo echa el cierre su vecino el tendero, e hipotecan el futuro de sus enanos mocosos, que ni se huelen la que se les vendrá encima. Y entonces, justo en ese momento, me doy cuenta de que me sale innecesariamente caro defender una causa que no quiere ser defendida. O una causa que sólo existe en mi cabeza. O una causa que únicamente existirá algún día en las costillas doloridas de hijos ajenos. Lo más probable es que un servidor no deje descendencia en este mundo degradado. Puedo permitirme ahorrar una pastita importante todos los meses poniéndome hasta el culo con el pan de hoy, aunque me dé hambre mañana. Qué coño, que le den al mañana, yo no lo sufriré. Me apena que los adultos de entonces se cisquen en los inconscientes de hoy, pero yo me libro. Que cada perro se lama su cipote.

Así que a partir de este momento me guardo determinados principios en el bolsillo interior de esa chaqueta de invierno que nunca uso, ni siquiera en invierno. Sólo hay una idea que me reconforta y desearía con todas mis fuerzas que fuera cierta: la reencarnación. Daría mi brazo derecho, el de internet. Reconozco que me pone un poco cachondo la idea de que un lunes futuro, bajo los latigazos de las seis cero cero, nos encontráramos todos cagándonos en generaciones pasadas que nos vendieron por cuatro cochinos duros de plástico barato y nos condenaran a una vida de mierda, sin ser capaces de recordar que fuimos nosotros mismos esos lumbreras. ¡No, no, mejor aún! Me pone MUY cachondo pensar que SÍ fuéramos capaces de recordarlo durante un breve instante...

Tenemos el futuro (y el presente) que nos merecemos. Y ese nos lo ganaremos a pulso.
A la mierda, que diría el gran Labordeta.

..

martes, 7 de septiembre de 2010

DesColgado

-Por enfrentarme con mi letra, con lo fea que la tengo

-Por preferir que no te prefiriera

-Por entretenerte con mi isla interior mientras esperabas tu isla mediterránea

-Por aburrirte de nuestro parque con patos y buscar un parque de bomberos

-Por dejar que me colgara de ese clavo, sabiendo lo flojo que estaba

-Por colgar mi yelmo sobre tu chimenea

-Por agazaparte tras matojos de "losientos" y "nopuedos" para ocultar tu traje de "noquieros"

-Por aspirar mis "parasiempres", que sabías humo de "porahoras"

-Por presentarme a mi mejor yo para abandonarlo a merced de mi peor versión, quien lo asesinó por la espalda

-Por cambiar a un hombre pequeño por un niño grande

-Porque te creí Juana de Arco, y sólo eras un leoncillo en Oz

-Porque tu mirada de playa menorquina sólo fueron caramelos usados de menta

-Por contradecir tu nombre. Por convencerme de que el mío sabía a beso

-Por apoyar tu cabeza sobre un nombre corriente

-Por obligarme a escupir tinta y sangrar reproches

-Por matar el gusanillo con mis galletas porque se retrasaba tu plato principal

-Por echarme encima un cubo lleno de realidad, con lo que odio el alquitrán los jueves

-Por distraer a mis fantasmas para después llenarme las calles de bandidos

-Por dejarte olvidados tus olores en la mesita de noche

-Por hacer de mí hormigón cuando elegí ser chicle

-Porque dentro de unos pocos renglones nunca nos habremos conocido

-Porque me diste un trozo del mapa hacia el Nirvana, pero no tuve derecho a la parte con la equis

-Por convertirme en eterno deudor de mi amigo de acero

-Por alejarte rebotando como un balón de rugby cuando quise abrazarte fuerte

-Por construir tiendas de campaña sobre mis brisas de verano

-Por ser distinta, pero igual

-Por convertir nuestros 3 minutos en 300 kilómetros

-Por llenarme de huecos la ciudad

-Por enseñarme la única lección que nunca quise aprender

-Por que dejaras en Lola la peor de las cicatrices: la innecesaria

Sé que aseguré no ser persona de reproches (y sigo siéndolo), pero se trata de una cuestión de higiene mental mútua. No te preocupes, ni siquiera son balas de fogueo. Sólo un rifle de juguete disparando mi último tapón de corcho atado a un cordel, no te dolerá de verdad. Si te da en un ojo te joderá un poco, nada que no se arregle en un par de días. Ya verás.

Te deseo toda la felicidad posible en el pais de Oz. Yo por mi parte vuelvo a casa. Clac, clac, no hay nada como el hogar. Clac, clac, no hay nada como el hogar. Clac, clac, no hay nada como... En fin, ya sabes. 

..

domingo, 8 de agosto de 2010

UN DOMINGO TONTO

Las paredes de mi casa amenazaban con caerme encima, pero no de golpe. Como de costumbre, iban desplomándose tácitamente. Pero ya nos vamos conociendo y he optado por salir de casa. Sería muy triste protagonizar una noticia como “tras un derrumbamiento ficticio, los bomberos figurados han encontrado la carcasa de un joven de treinta y dos años bajo los restos de sus paredes imaginarias, en vano han intentado encontrar vida interior, para cuando han intentado trasladarlo a la cafetería más cercana ya lo habían perdido”. Me he calzado un café doble con hielo, he cogido el casco y he saltado a la grupa de mi moto, que me esperaba fielmente en la puerta.

En estos casos, mi plan suele limitarse a sentarme en el banco de un amplio paseo de mi ciudad, donde por las tardes el sol broncea, a leer y/o escuchar música. Hoy la elección ha sido “Aproximaciones” de Pereza y “El muro” de Jean Paul Sartre (sí, lo sé, ¿y?). Mientras el café hacía su efecto en mí, valoraba la posibilidad de retomar esta tarde el monólogo que vengo intentando acabar tiempo ha, una obrita de teatro que le prometí a una amiga y que las circunstancias novelescas de mi vida recientemente me obligaron a aparcar y, de paso, añadir algunos granos de arena prescindibles a mi blog. Llevaba dando vueltas a algunas entradas, con temas tan inconexos entre sí como los cojones con el trigo (que diría el bueno de Gallego, el encofrador), cuando ha cruzado la respuesta justo por la acera de enfrente. Un hombre de unos cincuenta años corriendo. Hay que decir que el paseo es frecuentado por gente ataviada con ropa del Decathlón y su mp3, que sale a correrlo un par de veces (o señoras de mediana edad, en grupos de a tres, con la camiseta perfectamente remetida bajo el pantalón del chándal, subidito). Pero no era el caso. El señor iba con ropa cómoda, pero no daba la impresión de que hubiera salido de casa dispuesto a correr, no sabría decir bien porqué. Y lo más peculiar era su forma de correr. Si la coronilla de un corredor fuera dejando tras de sí una estela, dibujaría una onda propia de los altibajos de sus zancadas. En este caso, esa coronilla concreta hubiera marcado la linea más recta que una coronilla dibujante sería capaz de dejar. Se desplazaba a una velocidad bastante alta, pero era como si patinara sobre la acera, aunque sin arrastrar los pies. Como si pasara de puntillas aun con la planta completa, esperando que el suelo no se percatara de su presencia. Y sobretodo, como si persiguiera a alguien intentando pasar desapercibido o no quisiera que le localizara su perseguidor.

Y precisamente sobre eso pensaba escribir antes de ver al susodicho. Sobre pasar de puntillas. Por la vida, ya sea entera o por alguna de sus partes. Conozco gente que puede deslizarse sobre las brasas de una vida amorosa sin apenas quemarse la planta del pie. Otros apenas dejan huella sobre una vida mínimamente social, y sé de algunos que laboralmente nunca han pisado más de unas décimas de segundo sobre el mismo trabajo, o la misma zona geográfica. Siempre me han provocado curiosidad las distintas posibles razones, sobretodo porque yo soy uno de ellos y aún así las desconozco. Posiblemente en muchos casos dependerá de la forma de ser, o de las circunstancias. Pero al ver al presunto perseguido/perseguidor he caido en la cuenta, tal vez no siempre sea elección propia, al menos conscientemente. Quizás sea prisa por llegar lo antes posible a una etapa vital anhelada, donde poder instalarse confortablemente todo el tiempo que sea posible. O tal vez alguna anterior vaya pisándoles los talones y quieran dejarla atrás cuanto antes. No sé. Pero lo justo sería que ellos también lo escribieran en sus respectivos blogs, que aquí el que se pringa siempre es el mismo, aunque lo haga desde la tercera persona del plural.

En estas estaba yo, cuando he caido en la cuenta de que era demasiado rato de sol en la cara y la tarde se volvía perezosa por momentos. He recogido metódicamente mis bártulos (libro, mochila, casco, guantes, gafas de sol, un bostezo) y al callejear un rato más con la moto antes de guardarla me ha sorprendido que prácticamente toda la ciudad estuviera inquietantemente vacía y silenciosa, demasiado incluso para ser un domingo caluroso de verano a media tarde. Por un momento (lo juro) he visto cruzar delante mía arbustos rodantes, señoras preocupadas con amplios vestidos recogiendo a sus niños churretosos ante la llegada al pueblo de forajidos, y hojas de ventana desvencijadas chirriando al batirse al antojo de la escasa brisa, mientras yo rodaba a lomos de mi Lola por mitad de la avenida, al ralentí, “popp-popp-popp” mirando directamente al atardecer con los ojos entornados. Dios, lo que hubiera dado por salir de casa con un poncho mugriento y un puro en la boca.

Y claro, he llegado a casa con tal complejo de Clint Eastwood que ya de antemano sabía que el tema del blog hoy se me iría por los cerros de Úbeda. Qué tarde más tonta.

..

miércoles, 4 de agosto de 2010

TENGO UN AMIGO

Tengo un amigo que anoche soñó contigo. Estaba tumbado en la cama bocabajo, a punto de quedarse dormido después de comer, cuando oyó un ruido en el pasillo y se levantó de un salto. Eras tú, asomando la cabeza por la puerta. Él no cabía en su asombro pero tú le explicaste que en una ocasión te hiciste copias de la llave, por si acaso. Y que había llegado el momento de usarlas. Que ya estaba bien de tonterías, que de repente lo veías todo claro. Mi amigo no las tenía todas consigo, incluso te pellizcó en la mejilla, sin mucha fuerza. Creo que ese fue su error, debió pellizcarse él mismo hace mucho. Finalmente le convenciste de que estaba despierto, e hicisteis el amor. Al acabar decidisteis salir a la calle. Comenzaba a anochecer pero queríais caminar un poco cogidos de la mano. Cuando salisteis del portal tú desapareciste. Él comenzaba a despertar, y cuando lo comprendió todo no pudo parar de llorar. Mi amigo nunca aprende.

Tengo un amigo que insiste en que las mujeres que se dejan atrás son como las cicatrices. No las relaciones, las mujeres. Dice que aunque siempre estarán ahí, llega un momento en que dejan de dolerte sin que te des cuenta. Yo no lo veo tan claro. Donde ahora tienes una cicatriz antes tenías una zona totalmente normal. Antes de que te dieran catorce puntos de sutura en el antebrazo, por ejemplo, no tienes recuerdos maravillosos de esa parte de tu cuerpo. No te vienen a la memoria momentos inolvidables con tu antebrazo sano e inmaculado. No valorabas su normalidad hasta que te lo cosieron en urgencias porque el cristal de una puerta casi divide tu nervio radial. Podría decirse que no hay nada que echar de menos. No así con quien has amado. Donde ahora te deja una fea marca, antes hubieron sensaciones increíbles, que por el contraste te afean aún más la piel. Una cosa es que deje de dolerte algo que siempre te dio igual, y otra muy distinta despegarte con un fuerte tirón de alguien por quien hubieras dado todo. Claro que yo no puedo hablar con claridad al respecto, soy de metal. Y de una aleación muy poco común, además.

Tengo un amigo que defiende a capa y espada que el amor guarda demasiadas semejanzas con una enfermedad, como para considerarlo algo positivo. Afirma (yo he sufrido en primera persona alguno de sus discursos) que cuando estás enamorado tu sentido de la percepción se altera completamente, todo lo concibes de un modo distinto. “Cuando vuelve el amor como por encanto, todo el mundo parece más guapo y mejor, y es más difícil distinguir al enemigo”, canta el Lichis. Pues eso, que estás con el culo al aire. Además, por mucho que defiendas tu rudeza y tu gran personalidad, el amor te cambia la personalidad. Que sea para bien o para mal, esa es cuestión aparte. Hay que añadir que el amor siempre hace daño cuando se acaba. Porque siempre se acaba. De hecho, según ciertos estudios la duración media de la pasión en una pareja es de unos cuatro años y medio (otra cosa es cómo coño se calcula algo así). Eso significa que cualquier relación amorosa, esté por encima o por debajo de la media, tiene fecha de caducidad. Y cuando acabe dolerá, como mínimo a uno de los dos. Es decir, una enfermedad, con su tiempo de convalecencia y todo lo demás. Si algo es seguro es que el amor no es como creemos, o como queremos creer. Está totalmente alejado de los bonitos ideales que se nos venden en películas, novelas y libros. Y así nos lo propagan.

Tengo un amigo que, cuando alguien le argumenta que a pesar de todo el amor tiene sus momentos buenos que compensan la posible pérdida posterior, le responde que también en un casino se gana a veces. Pero a la larga, el cero que desequilibra las posibilidades en la ruleta hace que a la larga siempre acabe ganando la casa.

Yo no digo que mi amigo tenga toda la razón, claro. Sé que está un poco jodido. Pero admito que desde mi punto de vista de androide, es una de las personas más coherentes que he conocido.

..

domingo, 25 de julio de 2010

UY, ¿Y ÉSTO?

Últimamente tengo el blog bastante descuidado. Lo sé. Lo siento. Mirándolo por el lado bueno, es fácil pedir disculpas cuando es bastante probable que estas mismas lineas sólo sean leídas por mí, única y exclusivamente. Siendo así, rebajarse hasta la disculpa por un motivo absurdo es todavía más fácil, mucho más cómodo que haber sido un cabrón genocida de los de toda la vida y pedir perdón en pleno centro del desierto del Sáhara mientras no haces ni un pequeño esfuerzo por aguantarte la risa. Por otra parte, evidentemente no me siento obligado disculparme realmente, jamás firmé un contrato vinculante para escribir equis cantidad de basura mensual, por ejemplo. Siempre admití que lo haría egoistamente, por pasar el rato y quitarme porquería de la cabeza. El único e insignificante daño colateral eres tú, querido lector, si es que existes. Además, así a lo tonto me he pulido un párrafo entero divagando sobre perdones y dictadores. Por otra parte, no esperes que en los sucesivos la cosa cobre algo de significado, hoy no tengo ni puñetera idea de sobre qué escribir ("¿Y por qué escribes?" "Porque me da la puta gana").
Punto y aparte.

En principio pensé en desarrollar toda una entrada sobre mi fértil y variada (créeme, variadísima) vida profesional, debido a que hace poco me llegó uno de esos históricos laborales que aparecen en el buzón porque sí, sin pedirlos. Pero no sé si realmente quiero complicarme mucho para soltar algo que, total, no va a ninguna parte, sin moraleja, opinión ni tres actos como Dios manda. Y como por otra parte dispongo de unos minutos esperando que se bajen unos archivos (no, no es porno, palabra) y me aburro considerablemente, he decidido contar por qué tengo tan abandonado este espacio yermo.

La verdad es que mi vida va como siempre, a trompicones. Es una regularidad que tranquiliza bastante, lo sé, no puedo quejarme. La confortable y cálida mediocridad. Si hace unas semanas era una persona sin oficio ni beneficio, ahora sigo siendo alguien de baja estofa, pero con empleo. O casi. He empezado a trabajar de teleoperador, seis horas al día, salario mínimo y sin pagas. Y sorprendentemente me gusta. Hay buen ambiente de trabajo, me pilla bastante cerca de casa y el horario es cojonudo: me deja libre toda la mañana y a la hora de salir todavía es pronto para tomar unas cañas, ir a mi clase de aikido o que me inviten a cenar. Incluso currándomelo un poco, creo que me dará margen para ir alguna mañana a Madrid a comerme algún casting. La única pega es que pagan tan poco que me veré obligado a buscar un segundo empleo, de fin de semana. Poner copas y esas cosas, supongo. Puta crisis...

Aparte de esto, mi vida personal también da giros inesperados, ora bizarros, ora encantadores, como en la mejor temporada de “Al salir de clase”, esa que escribió Mr. Lobo. Tanto que últimamente paso demasiado de decir “digo” a decir “Diego”. Y lo peor, lo admito tan campante. Total, que a ratos ni me reconozco: paso DÍAS ENTEROS sin tomar café (lo de la cerveza ya se verá), acudo al gimnasio por ciclos y mi alimentación mediocre pronto saldrá como ejemplo alarmantemente negativo en el programa de la mañana en La Primera, ese del doctorcillo bajito con bigote y gafas que está enamorado secretamente de la guapa presentadora semiautista. Bueno, por no mencionar muchos otros hábitos que de repente he abandonado, cuando pensé que me acompañarían hasta el resto de mis días de soltero empedernido.

El caso es, que aunque me da bastante pudor hablar de mi verdadera vida personal (de la que va más allá de las quejas, rabietas y excreciones sobre ciertos prójimos) es posible que estas lineas esté escribiéndolas el mismísimo “Moi 2.0”. Y en parte acojona.

..

lunes, 28 de junio de 2010

THE PILGRIM (en los mejores cines)

Pues ya está. Una senda más, y una rodilla menos. O media, por lo menos. Dicen (o deberían) que cuando se acaba de andar un camino, lo bonito es girarse y recordar lo recorrido. No sé si será bonito, pero es lo lógico. Y admito que en ciertos tramos caminé mirándome la punta de las botas y deseando que llegara pronto el momento de girarme, en vez de disfrutar las vistas. Es cierto que no tuve otra opción, pero lo lamento igualmente.

No, no estoy crepuscular ni me han pronosticado pocas semanas de vida. Es que este jueves volví de Santiago de Compostela. Lo habitual sería mencionar cuán fantásticos eran los parajes, y lo verde que era su valle. Pero yo, persona de encefalograma plano donde las haya y simple hasta decir "¡Vasta!"... digo "¡Basta!", me limitaré a hacer un listado paralelo sobre lo que me gustó y lo que no me gustó. Soy tan pueril...


NO ME GUSTÓ:

Que la gente de pueblos pequeños fuera (en general) tan antipática en ciertas zonas.

Que resultara prácticamente imposible encontrar un puñetero bar abierto a las siete de la mañana.

Que la Siempre Altruista y Santa Madre Iglesia Católica (¿¿dónde coño está aquí el emoticono de levantar el dedo corazón??) sea tan usurera y fraudulenta con la fe y necesidades de ciertas personas. Pasé una noche blasfemando mucho y bien.

La Tortilla de Betanzos (que había ganado un concurso regional de tortillas) y en la práctica era tortilla crudísima. Qué delgada es la linea que separa el arte de la chapuza.

La pésima educación que demostraba un elevado número de personas a la hora de respetar el sueño de otros. Casi siempre nórdicos borrachos (sorprendente, lo sé).

Que caminar cuesta arriba sea tan cansado.

No probar la auténtica leche de vaca por sólo tres minutos.

Que llegara un punto en que mi rodilla dijera "hasta aquí, majete". Zorra despiadada...

Lo caras que se vendían algunas sonrisas.

La trece-catorce que nos hizo la encargada de un albergue para quedarse con nuestro desayuno. Ojalá se te indigestara, putagordafríaycalculadora.

Que las mujeres del lugar no se asomaran pletóricas y sonrientes por las ventanas de sus alcobas con los pechos al aire y vitoreando a nuestro paso, como creí que sucedería la noche de borrachera que decidí apuntarme a hacer el camino.

Y en definitiva, haber sido un peregrino tan deplorable.


ME GUSTÓ:

Evidentemente, todos los paisajes que atravesamos a lo largo de más de doscientos kilómetros. Suena a tópico, pero hay que verlo.

Aprender lo sencilla que es la vida en realidad, cuando quieres verlo.

Los capotes de mi compañero de fatigas y nuestras sesiones mutuas de psicoanálisis barato pero reconfortante.

La Estrella de Galicia bien fría. Hizo que valiera la pena.

Encontrar mis límites cuando mi rodilla me vendió por treinta monedas, y conseguir sobrepasarlos apretando piños. Me admiré un rato y todo.

El pulpo a la gallega con hambre, el pan de verdad y la empanada recién hecha.

Encontrar fuentes de agua fresca prácticamente cada pocos kilómetros.

Ver ponerse el sol donde una vez estuvo el fin del mundo (comiendo sardinas y bebiendo cerveza). En ese momento hubiera muerto feliz.

Los consejos de días previos que nos dieron algun@s buen@s amig@s (ell@s ya saben quiénes son) que, en general, me pasé por la piedra.

El recibimiento a la vuelta.


(BONUS TRACK)
ME INQUIETÓ:

Encontrar tantos parques infantiles de columpios desiertos, en lugares muchas veces inhóspitos.

Que una panadera insistiera en que el pan gigante que nos vendió estaba más sabroso con una puta manzana y un litro de agua, en lugar de viandas.

Cómo me clavaban la mirada algunas vacas mientras rumiaban. En serio, ni Jack Nicholson.

Que la (posiblemente) azafata más maciza que he visto jamás de los jamases en un avión, vista de cerca tuviera una boca tan gore. Maldito equilibrio universal...

Que a tres kilómetros de la Plaza del Obradoiro (después de ciento veintiuno CAMINADOS) nos perdiéramos y al preguntar a un señor mayor compostelano por la dirección, se diera esta conversación que me costó un dolor de estómago ocasionado por quince minutos de carcajadas (lo juro), y que menguó mis últimas fuerzas:
-Claro majos, daos prisa y coged ese autobús, el número ocho, que os deja allí al lado...
-...Eerrrr... es que... (nos miramos mi amigo y yo con los ojos muy abiertos pero pestañeando a gran velocidad) queremos ir andando, señor...
-¿¿Andando?? (cara de "están locos, estos romanos") Bueno, allá vosotros...


Lo poquito que me faltó para romper el billete de vuelta y quedarme en Fisterra.

..

lunes, 7 de junio de 2010

CONFESANDO CONFESIONES

Voy a confesar algo: yo odio. A veces, claro. No quiero decir que mi estado natural sea ese. Pero sí, sí, odio cosas. Hasta alguna gente si me apuras. Quien sufra mis estados de Facebook habitualmente podrá sentenciar categóricamente "¡Doy fe!". Incluso concedo que tengo temporadas de odios encadenados, tantos que estoy seguro de que más de un contacto habrá acabado bloqueandome, o hasta eliminándome. Y lo entiendo, de verdad, cada uno es cada uno. Por mi parte, también yo he querido hacerlo con quien sistemáticamente reprende mi negativismo, esgrimiendo frases inconexas del Gran Manual de la Autoayuda, y asegurando que ser una persona absolutamente positiva es maravilloso, y blablabla. Al carajo. No lo es. Es mentira, pura fachada. Cómete una ensalada de bellísimas flores exóticas si quieres, y asegúrame que además es deliciosa. Pero no esperes que me lo crea, sólo déjame disfrutar de tu cara al masticarlas mientras sigo disfrutando de mi grasiento bistec con patatas.

Todos odiamos. Espera, estoy tan convencido de ello que lo repito en mayúsculas: TODOS ODIAMOS. Lo que detestamos nos define tanto como aquello que amamos, al menos por eliminación. Y no menciones la existencia de ningún margen intermedio formado por la indiferencia. Simplemente se trata de una etapa todavía inmadura e ignorante. Cualquier cosa, persona o concepto que se encuentre en ese limbo se mueve constantemente hacia uno de los dos puntos. Con el suficiente tiempo o conocimiento al respecto llegará a su posición. En su justa medida, ciertos odios son innatos a nuestra naturaleza, lo saludable es no sacarlos (demasiado) del armario, o por lo menos que no tengan llave para abrir la puerta de la calle y salir a su antojo. Asumirlos y comerlos con una guarnición razonable. Por supuesto también reconozco que muchos odios (odiosos) no son lo más adecuado, por mucha capacidad justificatoria que los defienda. Pero lo mismo pasa con el amor equivocado, y de esto último nos rodean los ejemplos.

Así que, amad@ amig@ que te escandalizas por mi cascarrabiez aguda mientras juras y perjuras que, de ser más buenrollero y estar en paz con el karma otro gallo me cantaría, te advierto que cualquiera de mis próximos posts pueden ser ofensivos para ti o para la respetable señora madre del susodicho gallo. Sáltatelo si te apetece, elimíname si tu aura dorada de energía positiva te lo aconseja, o juégatela y léelo mientras me imaginas vestido de colorines (peluca graciosa incluida) y saltando alegre y feliz en el pais de las piruletas amistosas, para minimizar daños.
Deberías pensártelo.

..

domingo, 23 de mayo de 2010

UNA MAÑANA MÁS

Desperté mucho más tarde de lo que debiera. En las habitaciones contiguas había demasiada actividad, al menos para esas horas de la mañana. Pero me molestaba aún más lo seca que tenía la boca. La noche anterior me había pasado bebiendo, pero a esas alturas de un verano tan caluroso algunos excesos eran fácilmente autojustificables. Lamentaba no haber bajado la persiana cuando comenzó a oscurecer. Ahora la luz me molestaba y obligaba a tomar consciencia del desastre que reinaba a mi alrededor. Algunos vasos sucios con restos de cola-cao seco coronaban mi mesita. Junto a ella, en el suelo, un envoltorio vacío de galletas rellenas
de chocolate con la última de ellas desmigajada.

Salí a medio vestir y con mi gorra de béisbol puesta, como era habitual. Cuando enfilé el pasillo que desembocaba en la cocina supe que no sería otro día más. Si algo había aprendido durante mis dieciséis años en aquel entorno era a no ignorar jamás a mi instinto. Que no solía equivocarse.

Llegado a la cocina pude comprobar con velada satisfacción que mis suposiciones se
cumplían, aunque todavía no me hacía una idea de hasta qué punto. En la puerta de la nevera había montado un dispositivo de seguridad para mantener a distancia a los curiosos que deambulaban por allí a esas horas. Abriéndome paso a empujones al tiempo que me levantaba la visera de la gorra comprendí el motivo de tanto alboroto matutino: allí yacía, en mitad de un azulejo del suelo, el cuerpo inerte y dislocado de un petit suisse. La desagradable escena incluía detalles de salpicaduras cremosas en las partes bajas de algunos muebles adyacentes a la nevera, que continuaba abierta como si todo hubiera quedado congelado en el tiempo durante el preciso momento del suceso.

En ese instante exacto hizo su aparición mi madre blandiendo una fregona con cara de pocos amigos, y supe que mis problemas comenzaban. Mientras apartaba de malos modos a mi hermano pequeño, que se escabullía intentando sacar alguna foto decente con su móvil, me hizo una mueca breve y dura. Mi experiencia me decía dos cosas: que acababa de adjudicarme el caso, y que no sería de los fáciles. Maldita forma de despertar un martes de vacaciones.

lunes, 17 de mayo de 2010

Adiós fiel amigo

Hace tiempo se me estropeó el ordenador. Digo, el portátil. Y no me dejó el consuelo de hacerlo sin avisar, que al menos me hubiera dado razones para mentarle a la madre, o el ensamblador chino que lo parió. Se fue muriendo poco a poco. Es cierto que yo le daba muy mala vida. Lo encendía antes de desayunar y lo desconectaba justo cuando me cansaba de trasnochar. Aunque no pensara usarlo en todo el santo día. Y claro, se le fueron calentando los chips. Al principio se quedaba en coma con el transcurso de las horas. Sólo un reinicio lo sacaba de su letargo. Después se volvió más rápido. O más débil. Su vida útil entre apagón y apagón se contaba por fracciones de quince minutos, que se volvían más escasas. Finalmente unos pocos minutos. Los justos para mi pareja se armara de valor y, a fuerza de reinicios y horas de empeño consiguiera salvar documentos, fotos y cualquier otra cosa valiosa. Digo, “valiosa”. Así que ni el desahogo de poder llamarlo “Judas traidor” me dejó. El pobre reventó, como el leal caballo de un forajido que lo da todo sabiendo que al menos le darán descanso en forma de tiro de gracia cuando caiga en la arena y saque la lengua. Pero yo, que soy un poco sádico, exigí con todo mi derecho que me lo repararan, haciendo uso del derecho de garantía. Y me lo devolvieron nuevo, aunque le cambió un poco la personalidad, debo admitir.

Como soy madrileño de nacimiento y valenciano de adopción, pero neurológicamente zaragozano y aries (perdón a cualquier aragonés), he seguido dándole el mismo tute que antes. O más. El pobre aparato ha sido el principal perjudicado de mi operación y larga convalecencia domiciliaria. Y como yo no he escarmentado, supongo que ha decidido que él tampoco va a darlo todo esta vez por su dueño. Que ya vale de segundas oportunidades. Y en eso le comprendo perfectamente. Así que empieza a hacer aguas de nuevo. Y esta vez estoy solo ante el peligro. Nadie hará las copias de seguridad de todo lo que no quiero perder. Sé que sus cuelgues serán cada vez más frecuentes hasta que no sea capaz ni de encenderse. Mierda, se supone que la tecnología nos aleja de nuestra fragilidad humana, y esto se acerca demasiado a despedirse de un electrodoméstico querido con una enfermedad terminal. El caso es que esta tarde finalmente me he obligado a mí mismo a buscar todo aquello que me importa en las tripas de su disco duro para guardarlo en una tarjeta MicroSD de 8 gigas. Y da que pensar.

Aunque pueda parecer que mi portátil es prácticamente como una persona que ha vivido demasiado y comienza a pagar los excesos de juventud (o en este caso haber trabajado desde niño en una mina obligado por un tirano hijoputa), yo lo veo más como una mudanza. A lo mejor he dado demasiadas fiestas para amigos desconsiderados. O es que mi casa se queda ya demasiado vieja y debo marcharme a otra nueva, donde las tuberías funcionen y el cableado eléctrico no me tenga despierto por la noche sugiriéndome un probable incendio. Y ante esas circunstancias, lo que uno hace es recoger sus trastos. Entiéndase por trastos lo realmente imprescindible. No me refiero a ropa o a muebles, estos puedes sustituirlos fácilmente, sino a recuerdos. Fotos, libros, discos, regalos especiales. Aquel cuadro que te pareció horrible cuando te lo regalaron, y que ahora te saca sonrisas traidoras por lo imprescindible que te parece, y que no descolgarías por nada del mundo. Y en ello estoy cuando mi concentración, o más bien mi dispersión, se imagina a una versión antigua de mí mismo revolviendo álbumes de fotos, sacando las primeras que quiero poner a buen recaudo y guardándolas en cajas vacías de cartón. De zapatos, electrodomésticos, o compradas en un todo a cien, da igual. Cajas llenas de libros, CD´s (yo no viví la época del vinilo como quisiera), polaroids y algunas cartas y postales que pienso arrastrar conmigo allá donde vaya. Y de repente mi otro yo levanta la cabeza de entre las cajas entre sudoroso y concentrado y mira las fotos digitales, archivos, documentos, mp3 y mails que estoy guardando en la tarjeta. Por un momento pienso que me observa con envidia, por la diferencia entre su ropa llena de polvo a base de rebuscar entre recuerdos y mi comodidad digital de clicks de ratón. Pero va y me suelta “Qué triste, ¿te has parado a pensar que todo lo que eres cabe en un trocito de plástico del tamaño de la uña de tu pulgar?” Y se me ha quedado la cara de tonto moderno.

..

domingo, 16 de mayo de 2010

DECÁLOGO PARA LA ASISTENCIA A EVENTOS MUSICALES

Si sabes que cuando salga el artista al escenario vas a comenzar a dar saltos y gritos como una posesa, NO LLEVES TACONES. Puede que el que tengas detrás no lleve calzado de seguridad.

Estimada chica morena alta: está muy bien que midas 1.80 y tengas un pelazo hasta la cintura, de verdad. Y reconozco que puedes situarte donde te salga de la bisectriz. Pero de todos los sitios posibles, ¿realmente NECESITAS ponerte diez centímetros delante de un tío de 1.70 que ha llegado mucho antes que tú? Ah, y a esa distancia tampoco mola mucho que te atuses la melena constantemente, por varias razones evidentes.

Aunque sea usted una señora de cincuenta y pico años, no es necesario que baile como dos de veinticinco. Sobretodo si es totalmente arrítmica. Déjelo. EN SERIO.

A juzgar por las venas Schwarzennegerianas de tus brazos al agarrarte el bolso durante tres horas sin aflojar ni un ápice, llevas algo verdaderamente valioso en él. ¿Y si otro día te lo dejas en la caja fuerte de casa y disfrutas del concierto?

Estimada chica bailonga: entiendo que necesites expresarte corporalmente al oír música, pero entiéndeme tú a mí (o al resto de asistentes): tocamos a una parcelita de unos dos metros cuadrados. No estás en el puto césped del Santiago Bernabeu un martes a mediodía.

Estimada chica bailonga: no, no la he tomado contigo. Pero has de saber una cosa: NO TODAS LAS CANCIONES SON BAILABLES. Sólo las bailables son bailables. (¿No crees que deberías descansar un poco… al menos en las baladas?)

Gritar por teléfono a alguien que te está buscando de entre las masas “¿no me ves? ¡tengo la mano levantada!” dice muy poco de ti. O mucho, según la calidad humana del que está observándote entre la multitud. En mi caso ambas.

Pretender hablar por teléfono durante un evento musical dotado de 70.000 vatios de potencia, sólo dice de ti que te sobra el saldo y te faltan excusas para gastarlo. Bueno no, dice más cosas, pero son muy feas.

Antes de decirle alegremente a Duff-Man (el hombre-barril) “¡venga una cervecita bien fría!”, prueba a preguntarle “¿cuánto cuesta una cervecita bien fría, amable señor?” Así no necesitarás organizar una colecta in situ entre tus amigos (que pronto dejarán de serlo).

Vale que dentro del recinto la cerveza es más cara. Pero si lo único que se te ocurre es ponerte ciego en los bares aledaños (sí, he dicho aledaños, qué pasa) argumentando jocoso “¡así ya la llevo puesta! …ja-ja-ja…”, vas a pasarte las próximas dos horas preocupado por lo que falta para que acabe y poder orinar, en vez de por si tocarán tu canción preferida.

Si durante el concierto te dedicas a subir fotos en directo al Facebook para que tus ciento y pico contactos piensen que eres un tío con una vida social molona, vuelve a calcularlo: miles de personas que te rodean pensarán que eres un jodido freaky.

Si desde el minuto diez estás deseando llegar a casa para bloggear un “Decálogo de comportamiento en un evento musical”, ERES UN JODIDO FREAKY. (Si escribes “freaky” en lugar del castellanizado “friki”, sólo lo empeoras)

Como parte del público, es tu obligación aplaudir cada canción justo a la altura de los pabellones auditivos de la persona de delante, y asumir que la de detrás hará lo propio contigo.Si te resulta molesto, desahógate haciéndolo tú más fuerte. Crearás una bonita reacción en cadena.

Si el cantante hace una pausa durante una canción para anunciar “que por favor se esté quieta la mujer rubia bajita porque me distrae y se me olvida la letra”, es hora de que te establezcas en un sitio de una santa vez, rubia bajita. Y ya sabes, la próxima vez nada de tripis.

Procura ir con los deberes hechos y la letra aprendida. Puede que te hagan un primer plano para la pantalla gigante durante una tierna balada y nos demos cuenta de que sólo te sabes el final del estribillo. Aunque si te han escogido a ti es porque estás buena, tampoco importa demasiado.

Y si eres un cascarrabias antisocial, ¿de qué te quejas? ¿Qué esperabas de un concierto?

miércoles, 5 de mayo de 2010

Caslitenia (no, Flockhart no)

En mi anterior entrada hablé de mis problemas con/en el gimnasio, y prometí ser más específico en una mejor ocasión: esta. Claro, en esos momentos de alegre escritura desinhibida no caí en la cuenta de que prácticamente todos los seres humanos disponemos en nuestro subconsciente de un mecanismo de defensa que procura borrar automáticamente ciertos recuerdos traumáticos. Algunos lo tenemos más desarrollado que otros. Tanto es así que el mío me resetea la memoria generalmente cada pocas horas sin motivo aparente –igual lo tengo mal configurado, pero no he encontrado ningún manual en pdf sobre mí en internet-, con lo que transcribir todas mis vivencias non gratas va a ser un ejercicio realmente doloroso. Voy a ponerme a hurgar en mi papelera de reciclaje, a ver si…

Nada, sólo quedan trozos inconexos. Maldita sea, mira que no hacer copias de seguridad. Unicamente algunos pedazos que a ustedes no les dirán nada, pero a mí me ponen los pelos de avestruz. Por ejemplo, acabo de darme de bruces con el espeluznante caso de un tipo gris que aparentemente es un comodín durante su sesión de ejercicio. Un figurante. Es correcto. Usa toalla. No molesta a nadie. Viste adecuadamente. No abarca más del lugar físico necesario para su calistenia. Al acabar deja las mancuernas y demás parafernalia donde las encontró. Mejor aún, en su sitio. Dice “hola buenos días” y “hasta mañana a todos”. Demasiado normal, no me fío. Despierta mis recelos –no, no recelos de poner cachondo, es un tipo muy mediocre, pero sobretodo es un tipo- aunque en principio procuro no saber más. Hasta que llega el momento ducha común y, avatares de la vida, me toca en la contigua. Y resulta que sí tiene un papel de reparto: es El Jadeador. El Jadeador tiene el importante rol de soltar impúdicos y sonoros gemidos, aparentemente mezcla de fatiga y placer, mientras se enjabona. Como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano. Puedes haberle visto levantar impávido un peso indecente en el press de banca, pero por lo visto su bote de gel es todavía más pesado. (Nota informativa: El Jadeador no limita su radio de acción a las instalaciones deportivas. Puedes encontrártelo en el wc de un bar, o en los aseos de un camping. Sabrás que es él porque no reprime sus onomatopeyas de manual a la hora de evacuar. Sí, esas tan gráficas que te dibujan su cara esforzada, colorada, vascularizada.) Este es el que consigue que me duche en un tiempo récord y salga a vestirme con una mueca de hastío. Y está mal que presuma, pero El Jadeador de mi gimnasio no tiene parangón con ningún otro. Deben haberse gastado una pasta considerable en ficharlo. Es realmente bueno.

Pero El Jadeador no es más que una figura de reciente aparición, basada en un clásico de cualquier sala de pesas: El Gritón. El Gritón tiene una misión fundamental en el gimnasio que jamás adivinaréis. Gritar. Mucho. Ejemplo: si tú haces una serie de quince repeticiones con, pongamos, veinte kilos, El Gritón (al que llamaré “G” a partir de ahora) hace una serie de cinco repeticiones con cuarenta kilos. Evidentemente mal ejecutadas, porque G suele presentar un aspecto bastante deplorable para el tiempo que invierte en hacer ejercicio. Pues bien, durante esas cinco repeticiones G no parará de gritar, siempre in crescendo, una serie de letanías que si se tradujeran dirían algo así como “¡¡Mira, mira, mira, cuáaaaanto peso levanto, y tú no!! ¡Soy un macho, soy fuerte! ¡¡¡Soy una puta bestia parda!!!”. Durante su práctica, G consigue dividir al resto de asistentes a su fascinante espectáculo en dos partes bien diferenciadas: una mayoritaria, que trata de ignorarlo por todos los medios, y la minoría a la que pertenezco que le mira de soslayo poniendo la cara de manual de El Cascarrabias Prematuro (aunque podéis llamarnos “CP”) , que viene a ser una cara de asquito en un 80%, vergüenza ajena en un 17% y un 3% de otros sentimientos indeterminados (condescendencia, cierta compasión y risa disimulada).

¡Vaya, parece que mi memoria sale de su letargo! De repente han reaparecido prácticamente todos los actores de esta función y sus infinitas combinaciones: El Tirillas, el Trío de Tirillas, Cuerpo de Tebeo, El Concentrado, Grupo de Tirillas + Gritón, El Segurata, Los Parlanchines, Jubilados Madrugadores, Señoras Gritonas de Pilates, El Modelitos, La Maciza, El Espejista, Induráin, El Ligón, Acaparator, Molestator…

Lamentablemente se me ha activado otro mecanismo de defensa que tiene como objeto impedir que me haga un esguince en un dedo al teclear, o que ni siquiera realice ningún esfuerzo mínimo de cualquier tipo. En un próximo post llamaré al estrado a alguna de estas celebridades. Naturalmente, aceptaré sugerencias y peticiones. Y donativos.

...

jueves, 29 de abril de 2010

No lo llames gimnasio, llámalo gym.

Lo del té verde está muy bien y todo lo que quieras. Es más sano, dicen. Así que pillé cuarto y mitad con ginseng, que me costó un ojo de la cara. De saberlo hubiera optado por marihuana. Pero eso es otra cuestión (lega-legalización). El caso es que me sentía más sano de cara al mundo exterior por reducir mi ingesta de cafeína, pero en el fondo sabía que me engañaba. El p**o té no deja el mismo regustillo, sea del color que sea, amén de que no conlleva el mismo trabajo apretar un botón de la Nespresso que preparar una tetera, colador, agua, esperar el reposo de rigor, etc. E insisto en lo del reconfortante regustillo de sobremesa que te acompaña durante toda la tarde, aunque te cepilles los dientes. En fin. El caso. He vuelto a reabastecerme de cápsulas de café, y eso se merece una página llena de letras. Que estén agrupadas de forma ortográficamente correcta o hasta con buen gusto será pura coincidencia. En cualquier caso me conformo con la primera posibilidad. No soy un tipo con grandes pretensiones.

Después de muchísimos meses he vuelto al gimnasio. Y después de todavía más y más meses a la sala de máquinas y mancuernas, concretamente. Antes de mi operación ya la había abandonado, de hecho, para hacer pilates rodeado de señoras de todas las formas, colores y timbres de voz. La razón en sí no fueron las señoras, claro. Principalmente me decidí por no tener que volver a levantar pesas al lado de algunos seres de extraño pelaje. Me refieeeero aaaa… ¡la Carne de Gimnasio!

En todos los gimnasios de Valencia, de España y del mundo en general rigen las mismas normas. Igual que en todas las pandillas habidas y por haber hay ciertos personajes fijos en torno a los cuales funciona todo: el ligón, el tonto, el gordito, el gracioso, el de economía humilde, el pijo, el empollón, la niña con aspecto de niño que de mayor se transforma en una tía mega-maciza... No todas las pandillas cuentan con tan selecto elenco al completo, pero es que no todas las pandillas son perfectas. Bien, en el gimnasio igual. Pero con diferencias. Si tu intentabas ingresar en una panda y eras gracioso, por ejemplo, corrías el riesgo de que te dijeran “no mira, lo sentimos pero esa plaza la tenemos ocupada y de momento estamos bastante contentos con nuestro gracioso, pregunta en la pandilla del barrio de al lado, creo que acaban de despedir al suyo y puede que tengan algo para ti”. Lo más seguro era optar por entrar como figurante, de forma anodina, mediocre y completamente gris. De relleno, vamos. En cambio en el gimnasio apenas hay figurantes. Sospecho que los rechazan porque lo que quieren son primeras figuras, como en el Real Madrid. Aunque no hagan una mierda.

El caso es que si tuviera la suerte de que en mi gimnasio hubiera un alto porcentaje de figurantes, yo sería feliz. Bueno, tampoco es eso. Pero no me saldría urticaria, y mi úlcera apenas protestaría mientras hago ejercicio. Pero no, claro. Así que he decidido que la única forma de eludir tan gratas presencias es madrugar, y entrar a las ocho de la mañana. Todo el mundo sabe que los ciclados se miran en el espejo de su casa de ocho a nueve, preferentemente con luz cenital, recreándose en cada mínima sombra de su cuerpo henchido y a continuación desayunan enormes cuencos de arroz hervido con pechuga de pollo, (cogiendo la cuchara con la palma de la mano, como los yankis) así que a esa hora estoy a salvo. De ellos al menos.

Próximo post: “DE MANCUERNAS Y CICLADOS”

.

martes, 9 de marzo de 2010

Me sube la bilirrubina

Soy de rubor fácil, lo admito. Quien me conozca un poco soltará sorprendido: “¿Tú? No me lo creo”. Y quien me conozca (me refiero a ti, a ti y a ti) simplemente afirmará con la cabeza, despacito. Unos dicen que ir por ahí con mi extrema timidez es malo, me consta que otros lo ven como algo gracioso, o “qué mono”. Personalmente no creo que sea ni bueno ni malo, simplemente es lo que hay. A quien no le guste le quedan dos opciones: buscar un par de ladrillos y machacarse salvas partes, o invitarme a varias rondas de ron, por si mejora la cosa.

Últimamente me ha subido la bilirrubina en público en dos ocasiones. Una tuvo lugar en mi ya habitual sala de rehabilitación. Allí, de entre las cuatro fisioterapeutas que intentan llevarnos de nuevo al camino de la autosuficiencia física, hay una que me cae especialmente bien: la mía. La que me atiende, quiero decir. Tuve suerte en el sorteo, lo reconozco. Una mañana de insufribles torturas chinas siempre se hace más corta si te atiende una jovencita guapa y sobretodo agradable. Tanto que a menudo se me olvida que soy un tío cortado y nos la pasamos rajando largo y tendido. Y claro, cuando de repente unas cuantas camillas más allá otra de sus compañeras me gasta una broma, audible por cierto para el resto de la sala, me encuentro de repente observado por toda la sala, y mi timidez me recuerda que sigue ahí, que nunca se fue. Que encima llama a sus inseparables coleguillas, los colores de car, para ponerme entre ambos el rostro como el de un inglés en Benidorm a pleno julio. Es muy incómodo, de veras. No el saberse vergonzoso. Hace mucho que me admití a mí mismo, me enamoré y me pedí matrimonio. Me refiero a ser consciente de que tienes la cara como un tomate. En fin, tampoco es nada grave, me prometí fidelidad en salud y enfermedad.

El otro incidente fue muy distinto. Y aún cambio de color sólo con recordarlo. Ocurrió al volver a coger el tren después de mucho, mucho tiempo sin hacerlo. No recordaba lo agradable que me resultó siempre leer durante un trayecto de una hora mientras el sol entra por la ventana y me broncea el brazo a lo taxista. Pero no, el sol no tuvo nada que ver. Al parar el tren al final del trayecto luché como un jabato por procurarme una buena posición en la parrilla de salida, sabedor de que ahí baja el grueso de los pasajeros. Esto es fundamental para no verte inmerso en una marabunta humana que camina por el andén capaz de arrollarte si descuidas el paso. Así murió Mufasa. Además, en ese momento solo puedes estar en uno de dos bandos: el de la masa que avanza inexorable impidiendo bajar del vagón a quienes se han rezagado, o el de los propios rezagados que se juegan la vida y saltan entre la turba apresurada. En estas, mientras nuestro intrépido joven (si no te llamas “intrépido joven” a ti mismo, no esperes que nadie más lo haga) marcaba el paso triunfal junto al resto de vencedores, vio que un hombre de unos ochenta años, boina y bastón procuraba bajar de su vagón, sin acabar de conseguirlo. Apoyándose únicamente en el bastón, este le temblaba tanto que no le daba la suficiente seguridad para dar el paso decisivo. Junto a él otra anciana, posiblemente su señora, libraba ferozmente su lucha personal con el pasamanos. Demasiado tenía ya con lo suyo.

Yo iba aproximándome a su posición con mi cara de “ay ay ay” deseando mentalmente que tuviera éxito y no se despanzurrara justo a mis pies. Pero no. Pasé por delante y la cosa no había avanzado. El bastón seguía bailoteando, y su pierna derecha no hacía más que tímidos amagos de bajar, muy a lo Chiquito. Un servidor, que lo había rebasado ya por bastantes metros, se dejó puesta la cara “ay ay ay” y siguió deseando no oír el ruido de la caída. Y mi hombrecito de dentro intentaba tranquilizarme. “Tranquilo, alguien le habrá ayudado ya a bajar… no como tú”. Bastardo. Claro, con esas tuve que girarme para comprobar que no, mi hombrecillo se equivocaba. Ante esa escena, la ajetreada turba tuvimos los santos cojonazos de mostrarnos totalmente indiferentes. Que la mañana pasa rápido y hay que hacer muchos recados. Si no es el problema de todos estos, tampoco es el mío. Por mi parte me quedé parado unos instantes, aguanté un par de empellones y decidí retroceder, comiéndome unos cuantos más. Y llegué. Intentando sonreírle, le cogí del brazo y le ayudé a descender lo que tardé en decir “¿Le echo una mano maestro?”. Ya abajo me miró, me echó una sonrisa agradecida, amplísima, y comentó algo sobre lo altos que hacen hoy los puñeteros trenes. No me enteré muy bien, la verdad. Para ese entonces varias personas se habían parado viendo la escena y mi cabeza parecía la bombilla de un burdel.

El “no hay de qué” lo solté unos pasos después de haberlo dejado en tierra firme y tras una última sonrisita tímida, caminando y blasfemando decididamente. Mirando ahora al resto con una mezcla de desprecio y rabia. Avergonzado precisamente de que la única ayuda del anciano hubiera venido de un tipo antisocial, malcarado y de virtudes más bien escasas. Si las esperanzas de una persona débil dependen de alguien como yo, apaga y vámonos.
Para nada soy un buen samaritano, nada más lejos. Soy un cabrón con pintas que no abre la boca casi nunca y va a lo suyo. Pero no imbécil. Considero que ayudar a un mayor a bajar un escalón, o cederle el asiento en un metro, o simplemente ser educado y hablarle de usted, es echarle una mano a tu yo futuro. Porque amigo, ahí llegaremos todos. Con suerte. Y no te confundas, no hay base para pensar que un anciano tiene que ser necesariamente buena persona. Si nos ceñimos a las probabilidades, existen muchas de que habrá sido un hijo de puta cuando pudo permitírselo. Abundaban ayer lo mismo que hoy. Añádase que los de esa calaña suelen llegar a viejos honorables, en cambio a la buena gente le va peor. Pero una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Si yo trato con cierta consideración a una persona mayor, es más probable que cuando yo llegue, si es que llego, alguien lo haga conmigo. Y si no lo hacen tendré derecho a protestar patalear y cagarme en la leche que le dieron a la juventud, y con justicia. Al menos eso no me lo quitará nadie. Pero también puede ser que algún niño me viera ese día en el andén, y cuando dentro de cuarenta años sea yo el que intenta bajar de un tren, que seguro que será bastante más alto (si ya ando rezagado en la media de altura española, para ese entonces no quiero ni pensarlo), tenga grabado desde entonces que ayudar a otra persona que no puede valerse a menudo cuesta una puta mierda.

Maldita sea, hasta el malísimo Philip Seymour Hoffman se lo echó en cara a Tom Cruise en Misión Imposible III: “El carácter de alguien se puede adivinar por la forma de tratar a los que no tiene porqué tratar bien”.

viernes, 5 de marzo de 2010

¿Pero esta no era la puerta del baño?

Entonces, ¿qué es este sitio?

Vuelvo a estar por aquí. Han pasado muchas noches, muchos días y muchas cosas desde la última vez que escribí: Gran Hermano se “reinventa” autoalimentándose con su propio vómito, algunos gobernantes han empezado a insinuar que para salir de la crisis nuestros mayores a punto de jubilarse tendrán que seguir doblando el lomo un par de añitos de nada, y en la capital del Turia comienzan a oírse los primeros petardos y “mascletaes” (que pondrán en serios apuros la grabación del corto en la que nos encontramos inmersos). Claro, como es lógico (no debería serlo), hay cosas mucho más importantes. Huelga decir que en partes del mundo que a algunos nos parecen remotas hay gente pasándolo mal, realmente mal, y cuya maltratada realidad abofetea a la nuestra sin saberlo recordándonos que nuestros problemas no son tantos como pensamos. Maldito el alivio, por cierto. Eso me da cierta perspectiva sobre algunos cambios y giros dramáticos de guión que ha habido en mi vida personal (cámbiese “entra en escena hermano gemelo malvado al que diferencia el parche del ojo” o “…y descubre horrorizado que él mismo era su propio padre venido del futuro para casarse consigo mismo” por “no te puedes fiar de nadie”, y ahí lo tienen) que me habían persuadido a dejar esto del blogueo por un tiempo. Pero sobre esto nadie me sacará una palabra más… a no ser alcohol mediante, bien acompañado y a partir de la hora en que los gremlins no deben comer.

En lo positivo, también hay mucho que contar siempre, porque obviarlo sería de imbéciles. Y un servidor admite ser bobo, ignorante, primo, pringadillo, atolondrado, lechuguino e inmaduro. Pero de imbécil nada. Y que ante casi todas las pérdidas siempre hay nuevos hallazgos lo sé hasta yo. Mientras dices “adiosito” con una manita, cleenex en mano, puedes estar seguro de que con otra has de prepararte para saludar gente nueva (sorprendentes descubrimientos casi siempre), o viejos conocidos que se levantan del banquillo, calientan un poco y se te meten en el partido intentando hacerte un buen pase de gol. Lo dicho, gratas sorpresas.

Que nadie se asuste, no me he vuelto un entusiasta de Paulo Coelho o Jorge Bucay. Y no, tampoco me he puesto al día con todos los power points pastelosos que envían los conocidos por correo, desde la impunidad de la distancia. Es más, ni siquiera estoy hasta las trancas de cafeína (no he podido repetir, acabo de tomarme la última cápsula de Nespresso, ¿qué será de mí mañana?). Simplemente me he puesto a comprobar que todo lo necesario para este innecesario blog sigue operativo: el teclado funciona bien, mis dedos aún recuerdan el método de mecanografía, el puf de mi sofá conserva el sutil hueco de ambas nalgas… Y una vez metido en menesteres, me han cruzado estos pensamientos por la cabeza. Y aquí están, divagaciones buenrolleras plasmadas en la pantalla, que lo mismo podían haber tratado sobre la excelente y variadísima filmografía de mi admirada Gianna Michaels, de haberme pillado en otra franja horaria. Por ejemplo.

Y ahora, querido lector, es cuando tú dices: “¡Maldita sea! Tres párrafos para decir que ha vuelto”.
PUES SÍ.

martes, 19 de enero de 2010

De peatones y hombres

Hace pocos días que he recuperado la capacidad de montar en moto, y soy feliz. Desde que la tengo, hace dos años, son mínimas las ocasiones en las que viajo en coche y dejo a mi querida burrica a un lado: los días de tormenta severa, en los viajes muy largos o en los que debo llegar a más gente y cuando voy al Mercadona o al Carreful en busca de provisiones. La moto, o mejor dicho, mi moto, me da una sensación de libertad sencillamente imposible de experimentar con otras actividades más o menos compatibles con la vida diaria. Así que descartamos el parapente, el esquí extremo o gritar “¡Malditos negratas!” en medio del Bronx.

Y he de decir que viajar a lomos de mi gordita me ha proporcionado muchas alegrías, unos pocos sustos y alguna situación extraña. Es de esta última sección de la que quiero hablar. Como he dicho antes, hace una semana me aventuré con ella de nuevo al centro de Valencia, y volví a recordar los momentos difíciles de ser un jinete urbano: conductores que cambian a su antojo de carril sin poner intermitentes, peatones intrépidos que se zampan un carril de cuatro carriles mirándote desafiantes, o el típico coche que acelera ante el color ámbar. Y fue entonces cuando recordé una situación que viví unos meses antes de mi stand-by quirúrgico que paralizó además mis clases de pilates y aikido, los j*****s bailes latinos o algo tan sencillo como dormir en mi colchón caro de látex de toda la vida.

La cosa fue tal que así: Estaba yo en una vía larguísima y rectísima de cuatro carriles, parado en un semáforo rojo. Se trataba de uno de esos semáforos críticos, de los que si no sales rapidísimo, te pillan los otros quince que vienen después. Vamos, que si sueles pasar por allí regularmente acabas dejando casi un año de tu vida en esa maldita avenida. En fin. El caso, digo, es que estando en esas, aquello parecía una parrilla de salida en Daytona. Todos intentábamos estar preparados para arrancar en cuanto el peatón verde comenzara a parpadear. Y yo también. Dos carriles a mi izquierda vi al enemigo a batir. Una scooter de respetable cilindrada igual de preparada. O más, porque de repente ante el asombro de todos miró a ambos lados, se pasó el rojo por el forro y salió disparada en línea recta. Me extrañó porque no parecía el típico perfil de niñato descerebrado que conduce su ciclomotor jugándose su pellejo y la estabilidad emocional del resto, sino alguien de mediana edad, con su traje, su corbata y su cartera de comercial.

El resto de conductores esperamos prudentemente hasta poder salir casi correctamente desde un punto de vista vial. Una vez en marcha y mirando muy a lo lejos, por lo de la previsión a larco alcance que tienes que controlar cuando conduces una moto, lo comprendí todo. A tres calles había un señor de bastante edad, que había comenzado a cruzar en la lejanía mientras su semáforo comenzaba a parpadear. Así que para cuando todos tuvimos luz verde, el buen hombre se había quedado en medio de la calzada, con un importante tembleque en las piernas y sin saber si avanzar o retroceder. Y aquí el colega motorista, que se había pispado de todo mientras esperaba, decidió saltarse el semáforo, jugársela ante cualquier coche imprevisto que se incorporara desde cualquier otra calle, y correr como alma que lleva el diablo directamente hacia el anciano. Ni que decir tiene que al principio el susodicho puso cara de cagarse por la pata abajo. De repente, a unos diez o quince metros frenó en seco, puso la luz de emergencia de su scooter, plantó los dos pies en el suelo y abrió sus brazos en cruz frente a él. Consiguió hacerse lo bastante visible en la distancia para toda la jauría que íbamos derechos hacia ellos que los cuatro carriles tuvimos que aminorar un buen trecho antes, y dos de ellos hasta detenerse completamente. Ahora el viejecito comprendió todo, agradeció levemente con la cabeza y siguió su camino mucho más tranquilo hacia la acera mientras algunos conductores se frotaban los ojos y un servidor no podía evitar que el escaso vello del brazo se le pusiera de gallina. Y es que, quien se mueva habitualmente por ciudad en moto (y el amigo tenía toda la pinta) sabe que hay pocas cosas tan temibles como ver por el espejo que un coche te atosiga por detrás. Pero parece que en el poco tiempo que tuvo para darse cuenta de la situación que tenía lugar a unos cientos de metros, calcular lo que se le vendría encima al pobre hombre y tomar una decisión, pensó que por él no iba a quedar. Si bien era relativamente improbable que al buen señor lo atropellaran, tenía todas las papeletas para comerse las increpaciones de una banda de salvajes al volante en hora punta y un susto susto del quince en forma de avalancha de colorines brillantes y neumático.

Después de esos pocos segundos confusos, que para mí fueron minutos, no tuve valor para saltarme el ámbar y me detuve. Más que nada por asimilar la situación, y sobretodo por asomarme a mi retrovisor y comprobar que a mis espaldas todo había salido bien. No habían indicios de lo contrario, aunque tampoco pude divisar al anciano ni su salvador. Posiblemente éste último había girado en la calle de antes, o puede que hubiera ido parándose a un lado para asegurarse de que llegaba bien a su destino. Pero sí recuerdo perfectamente, casi como si hubiera sido esta mañana, que algunos días de mierda en los que pienso que las personas que pululamos por la ciudad parecemos borregos imbéciles y a veces enormes cabrones, me resbalarían por completo sobre la bolsa escrotal si tuviera la oportunidad de encontrarme al motorista anónimo y darle un sonoro y húmedo beso en la visera del casco.

martes, 12 de enero de 2010

Si lo sé no ceno.

Empiezo a tener gusa. Decido cenar. Le echo un par y me asomo a la nevera. Uy, pizza barbacoa, con su salsita y todo. A ver, a ver. Guay, queda cerveza. De puta madre. Pongo el horno a precalentar unos minutos, programo la cuenta atrás del móvil y deambulo por la cocina. Paso de esperar más. Meto la pizza y me voy al comedor, a esperar. Mientras tanto sigo leyendo. Tengo una golosina nueva. “Cuando éramos honrados mercenarios”, de mi idolatrado Arturo Pérez-Reverte. Son artículos cortos, del XlSemanal. Me da tiempo a leer dos. Uno trata de una joven inmigrante que ayuda a un anciano. El segundo en cambio me altera la sangre. Va de banqueros avariciosos y políticos incompetentes. Como casi siempre. Cuánto malnacido. Me avisa el cronómetro. Llevo la pizza y la cerveza hasta la mesa, al borde de mi sofá. Me ajusto el nórdico. Busco el mando a distancia. A estas horas suelo ver “Padre de familia” en la Fox. No lo encuentro, a saber. Bah, pues dejo Telecinco. Noticias. Uau, la pizza quema. Es igual, tengo hambre. Me la juego y muerdo a ciegas, mirando la tele. La iglesia no cree que “Avatar” triunfe. Califica la historia de blanda. Jeje, me río de lado. Zapatero a tus zapatos, pienso. Curas que hablan de más y periodistas que no encuentran otra cosa. Menuda combinación, como los mejillones con nocilla. Sobresalto, comienza otra noticia. Ciertas informaciones indican que se planearon atentados contra Jose María Aznar hasta en tres ocasiones. Más el atentado fallido en el noventa y cinco, cuando lo del coche blindado. Quién sabe qué gallo nos cantaría a estas alturas. Con algo de suerte, ni hubiéramos tenido un 11-M. Pero claro. No está mal la pizza. Parece que el alcalde de Polop fue asesinado por razones urbanísticas. Como no se avenía a mis razones, las del ladrillo, contrato a dos sicarios checos y a otra cosa. Más me duele a mí, créeme. Pero mis hijos tendrán que comer y vestirse, entiéndeme. Además, eso te pasa por cabezón, así que matarile-rile-rile. Echo un trago de cerveza, por si me hace de punto y aparte. No hay indicios de que “Air Comet” cometiera estafa. Aunque los billetes que vendía fueran cromos de Oliver y Benji. Da igual que cientos de trabajadores llevaran meses sin cobrar. Tampoco importa la gente que se quedó con cara de liebre en mitad de una carretera comarcal mientras le das las largas. Qué raro, no nos llaman para embarcar. Bueno, se recurrirá. No sé para qué. A ver si la siguiente. El paro seguirá aumentando hasta el primer trimestre del 2011. Este año también nos lo comemos sin cocinar, frío de la nevera. A pelo. Mierda. Pues esta tampoco. Un grupo de trabajadores montan guardia en la puerta de la fábrica, para que los dueños no recojan “su” maquinaria. No cobran desde agosto, pero el paro tampoco procede. En el limbo, dice el periodista. Yo como hace meses de lo que me pueden prestar mis padres jubilados , dice un afectado. Hasta marzo no sale el juicio. Y luego papeleo, claro. Hasta entonces hacen turnos frente a una fogata. Supongo que mientras comerán aire. Aire frío del carajo. Y beberán mala hostia, qué si no. Yo al menos tengo pizza y cerveza barata. Pero está dejando de apetecerme. Y ver las noticias también. Odio cenar con cara de asco. Bajo la mirada. Me centraré en el plato. El gobierno controlará los sueldos de los controladores aéreos. De media cobran casi cuatrocientos mil euros anuales. Más pagas. Más horas extras. No mires, no mires. Sigue con tu pizza. Claro, por esto siempre veo la Fox a estas horas. Bendita ignorancia. La presentadora cambia su tono. De grave a jocoso. La segunda mitad del telediario. La de los deportes. Bueno, la de los futbolistas. Esos que se niegan a pagar los mismos impuestos que pagamos todos los obreretes capullos. Ellos lo merecen, piensan que pensamos. Lo peor es que así es. Por eso pongo el piloto automático, para no verlos sufrir. Uy, uno se ha roto un ligamento. Maldita sea, este mes la hipoteca le vendrá ajustadita. Esta sección del telediario suele venir trufada de noticias de relleno. Desatada la fiebre de “Avatar”, algunos jóvenes incluso están empezando a aprender el idioma de la película, el Na´avi. No doy crédito. A veces no me merezco mis coetáneos. Cuantísimo gilipollas. Ah, claro. Flashback. Ahora ato cabos. Si es que no nos merecemos mucho más. Mierda.
Hoy paso del postre.

domingo, 10 de enero de 2010

Envidia en la sala de espera

Una de las costumbres que he adquirido recientemente es la de pasar por la sección de Rehabilitación del hospital de mi ciudad. Soy así de raro. También influirá algo mi reciente operación de hombro, claro. Cuando vas a una cosa así sabes que deberás aguardar bien sentadito un tiempo de rigor antes de que llegue tu turno y una amable enfermera se entretenga retorciéndote el brazo en varias direcciones justo hasta el punto en que por muy duro que seas –en mi caso ese punto de duro es colindante con el de nenaza- se te salta una lagrimita traidora. En esa situación no sólo esperas, y punto. Esperas encontrarte con toda clase de gente en la misma sala. He llegado a distinguir entre varios clásicos: el ama de casa con esguince tobillero que combina pantalón de chándal con tacones, el jubilado impaciente que se sabe con más derechos que el resto de los pacientes -y lo proclama-, la cajera del Día con el piercing de rigor –sí, ese que confundes con una verruga si no te fijas- embutida en un collarín cervical, etc. Resumiendo mucho, aún me falta cierta práctica.

Estando yo en esas hace unos días me llamó la atención un señor que debía estar jubilado por su edad y parecía esperar a alquien cercano, no a que le atendieran a él. Bueno, en realidad no me llamó la atención él, ni cuando se levantó al ver salir a su mujer de la consulta para entregarle el bolso que le había custodiado. No había nada especial en ellos a priori. O sí, por eso de que todos y cada uno de nosotros somos especiales, un copo único y hermoso de nieve. Ya sabes, todos hemos recibido ese puñetero power point azucarado, a veces del remitente al que menos relacionaríamos con esas ñoñerías, puaj. Superficialmente, yo diría que era simplemente una pareja que envejecía hacia los setenta. Lo primero que pensé fue “adorables”. Oh, fíjate. Qué bonito que él la acompañe a la consulta y esté dispuesto a aburrirse durante una hora sólo para compartir con ella el viaje de ida y vuelta, a pesar de que seguramente están todo el día juntos… Cuando le acercó sus cosas, ella con un mínimo gesto le indicó que aún no, que pasaría al aseo antes de salir a la calle. Así que lo conservó otro poco más y se quedó allí plantado, en mitad de la sala de espera, aguardando de nuevo. Sorprendentemente libre de esa vergüenza inconfesable que se nos sube a la chepa a muchos cuando sostenemos el bolso de la parienta en un sitio público, y que es más acusada en los señores de cierta edad. Pero el susodicho estaba allí, de pie, en el centro de una sala llena de desconocidos, con el bolso de su señora. Tan cómodo.

Como un servidor fue ese día sin libro salva-esperas, se sorprendió a estas alturas escrutando al buen señor. Ni alto ni bajo, ni gordo ni muy delgado. Noté que a diferencia de casi toda la gente de su edad, mantenía una postura corporal muy digna, nada de estar encorvado, con el lomo y la panza dejados de la mano de Dios. La mirada nivelada, no a las baldosas, ni lastimera o cansada. Pero tampoco estirado. Sólo normal. En un momento dado su mirada igual de tranquila se concentró en el fondo de un pasillo al que él tenía acceso visual, pero yo no. Desconozco lo que sería, por su expresión posiblemente nada en particular, pero no tenía la mirada perdida, sino todo lo contrario, visiblemente lúcida. Como alguien que piensa simultáneamente en lo que hará al llegar a casa, lo que hizo ayer, lo que planea para dentro de una semana y sin embargo no está ausente en su entorno, hilito de baba descolgando por la comisura, sino atento a cuanto le rodea. En ese momento salió su señora del aseo, y él se giró hacia ella con la naturalidad de saber que ella iba a reaparecer justo entonces, como si ambos llevaran conectado el Bluetooth. Entendiéndose sin mirarse, y no obstante mirándose porque sí.
La Doña se le parecía bastante. Entiéndanme, no como hermanos, sino como piezas de un engranaje que llevara siglos acoplando sus piezas. No creo que fuera una pareja creada a una edad algo tardía, se notaba una solera de años en lo suyo. Porte digno, expresión tranquila, bien vestida pero no fuera de lugar. Ella tardó menos de un segundo en repasar las miradas de los presentes en la sala, incluida la mía que no me dio tiempo a apartar. Dio un “buenos días” totalmente normal, justo al mismo tiempo que él, y se dirigieron a la salida. Y ya está.

Ahí me quedé yo, sentadito muy formal y con mi estudiada cara de “vaca mirando tren que pasa”. Repasando mentalmente porqué precisamente me había fijado en ellos, en lo cómodos y tranquilos que se les veía en mitad de un cuarto lleno de desconocidos. Lo a gusto que parecían estar consigo mismos, y con su otro. En su ropa, ni tan clásica que les sumara años, ni demasiado juvenil para su edad, algo que le pasa a cada vez más gente. Y sobretodo, en el yuyu que me encoge la tripa cada vez que pienso en que hasta yo me haré mayor, y en qué puñetero documento habría que firmar con sangre propia para asegurarme un proceso de maduración como aquél. Ojalá, qué tranquilidad me aseguraría desde ya mismo, rediez.

jueves, 7 de enero de 2010

El desenlace (La Odisea, de Onero III)

Antes del desenlace de este trepidante relato se producen ciertos acontecimientos. Para resumirlos mucho, diremos que nuestro joven héroe se dio de alta en Ono. Por una parte disfrutó desde un primer momento de la televisión por cable, con algunos canales sinceramente molones. Aparte de “Paramount Comedy”, otros muchos como “Ctk”, “Mgm” o por supuesto la “Fox”. Hurra, hurra… Pero como muchos de ustedes imaginarán ya a estas alturas, la velocidad prometida era justo de 3 megas. Esto en términos puramente científicos significa que comparado con mis 8 anteriores al hacer una descarga me tomaría más del doble de tiempo. Ni más ni menos. Si a esto sumamos que durante varios días se sucedieron mini-cortes en la conexión que dieron al traste con numerosas descargas de… copias de seguridad de ciertas películas, os haréis una idea de que un servidor se puso rojo rojo rojo, como el más pequeño de los Dalton. En esta ocasión obviaré las múltiples llamadas que hizo, las primeras de las cuales solicitaban un técnico que lo solucionara , y en último término otras tantas pidiendo que le dieran de baja porque le tenían muy hartito. En cambio os ofrezco la última, que ilustra cómo fueron los anteriores intentos, que se quedaron en nada.



DIA 3

Moi lleva un rato meditando llamar a Ono (one more time) para solicitar la baja. Calcula cuidadosamente si tiene un par de horas libres antes de marcar el número, y decide que sí. Unas cuantas identificaciones de usuario más tarde, junto con bastantes opciones elegidas con el teclado del teléfono…


Moi: “Hola. ¿Es por fin el departamento de bajas?”

Ono: “En efecto señor Camacho, ¿en qué puedo ayudarle?”

Moi: “Pues quisiera darme de baja de sus servicios de internet, teléfono y televisión”

Ono: “Ajá. ¿Me indicaría los motivos, si es tan amable?”

Moi: “Sí, léase el primer párrafo de esta entrada del blog, que no tengo ganas de repetirlo todo”

Ono: “Bueno, como le comentó mi compañera, tiene usted la opción de ampliar a 6 megas su contrato y…”

Moi: “¡Mire… señorita! No quiero ampliar nada, me va a costar tanto como con mi anterior compañía y… y que no. Que quiero darme de baja. Léase las primeras dos partes de esta Odisea de Onero y ahórreme trabajo, por favor.”

Ono: “Está bien, pero le advierto que tiene usted un contrato de permanencia de 18 meses y si le damos de baja deberá abonar usted la cantidad de 150 euros…”

Moi: “Eso lo dudo. Como le indiqué a la comercial, si no se cumplían las condiciones que me ofrecía, me daría de baja sin pagar nada más que los días de servicio. Tengo la conversación grabada y puedo asegurarle que actualmente mi conexión dista mucho de lo hablado”

Ono: “Bueno, esa no es mi competencia. Le repito que inicialmente tendrá usted que abonar 150 eu…”

Moi: “Jeje. No. De hecho, en cuanto le cuelgue a usted daré orden a mi banco de que no pague ningún recibo superior a 30 euros”

Ono: “Sepa señor, que en ese caso usted será incluido en una lista de morosos, que le imposibilitará cualquier compra a crédito en el futro”

Moi: “Estupendo, no pienso comprar nada a crédito en un futuro a medio plazo. No obstante, no tendré ningún problema en ponerlo en manos de un abogado si procede…”

Ono: “…Bien… Pero permítame recordarle que si prueba con los 6 megas…”

Moi: “¡QUE NO! ¡NO QUIERO NI UN SOLO MEGA SUYO! ¡QUIERO QUE ME DÉ DE BAJA!”

Ono: “Vale, tendrá que apuntarse la dirección a la que enviar el router, el decodificador de televisión, el mando, los cables…”

Moi: “¿Que qué? No. Mire, lo trajo un técnico, que vuelva a pasar y se lo lleve”

Ono: “DE ESO NADA. ¿Porqué va a pasar nadie por su casa? ¿Por su cara bonita? No, aquí las cosas se hacen como dispone la compañía” (contestación textual)

Moi: “Oh… Ahora sí que me va a dar de baja, y además le voy a poner una reclamación por su pésima educación. ¿Cuál es su nombre y número de extensión?”

Ono: “Vanesa XXXXXX, el número de extensión no se lo puedo facilitar”

Moi: “Ok, en ese caso páseme con su supervisor”

Ono: “No, no puedo hacer eso. Yo soy mi supervisor”

Moi: “¿¿Qué?? Ahora lo entiendo todo.”

Ono: “No, quiero decir que… que no hay supervisor… que es un departamento donde… todos somos iguales, y…”

Moi: “Y campan a sus anchas. Entiendo”

Ono: (ya más tranquilita) “Permítame de nuevo insistir, es que sé que estoy segura de que con 6 megas estaría mucho más satisfecho, porque la fibra óptica…”

Moi: “NO. NO, NO. Miraaaa…Vanesa. Te repito que no quiero seguir siendo cliente vuestro. Quiero que me des de baja. Punto. ¿Entendido?”

Ono: “De acuerdo, no se retire”

(minutos después)

Ono: “Disculpe la espera. Estoy realizando las gestiones para la baja, no se retire”

(otros tres o cuatro minutos después)

Ono: “Disculpe de nuevo la espera. Sigo realizando las gestiones correspondientes. Mientras tanto, aún puede echarse atrás y probar con los 6 megas…” (¡esto es totalmente real!)

Moi: “Vanesa. Mira, hasta que no me des de baja me niego rotundamente a discutir de nuevo esto.”

Ono: “Ya, pero lo digo pensando en usted. Es que va a tener que pagar 150 euros”

Moi: “Vanesa, no me quieras tanto. Gracias por la preocupación. Dame de baja”

Ono: “ No, si yo entiendo que esté usted enojado, pero es que es una tontería perder 150 euros pudiendo…”

Moi: “DAME-DE-BAJA,POR-FAVOR” (en esos momentos aprendí a hablar en mayúsculas)

Todo bastante resumido, porque en esos momentos miro el reloj y me doy cuenta de que llevo al teléfono casi una hora, y una vez más me ponen en espera. La cancioncita, por cierto, aún me provoca pesadillas. Llevo días intentando conseguirla para ponerla al revés en un tocadiscos, por curiosidad.

Ono: “Disculpe de nuevo señor Camacho. Antes de darle de baja definitivamente, voy a consultar si hay alguna oferta aplicable a su caso de la que se pueda beneficiar. Un…”

Moi: “¡No, espera!”

Ono: “…momento…”

(Tirorirorí tioriroríiiii….)

Ono: “Mire, señor Camacho, en estos momentos disfruta usted de nuestros máximos descuentos, pero en un futuro no descartamos hacer nuevas ofertas de las que podría beneficiarse al seguir con nosotros. ¿Quiere que le amplíe a 6 megas?”

Moi: (con el rostro desencajado) “Mira Vanesa, vas a acabar haciendo que te hable muy mal, y no quiero. En parte porque va a caer en saco roto, y voy a malgastar saliva. Además, no puedo estar una hora discutiendo contigo para que no escuches nada de lo que te digo. Estoy harto. Quiero colgar de una vez. DAME DE BAJA YA”

Ono: “Entiendo su enojo. Pero le aconsejo que…” (Y no, no me he equivocado al escribir. La tipa entró en un bucle, como sus anteriores compañeras a las que había acabado colgando)

Moi: “Vanesa, mi enojo viene no tanto de que la comercial me la metiera doblada, como del hecho de que me estés ignorando por completo. A ver, ¿qué palabra de “dame de baja” no entiendes?”

Ono: “¡Es que si le doy de baja tendrá que pagar una sanción!”

Moi: “¡Me da igual”

Ono: “¡Ya, pero es que la solución es mucho más fácil! Basta con que pruebe los 6 megas que le estoy ofreciendo, y en un futuro…”
En esos momentos tensos yo ya hablaba con un marcado sarcasmo que ella parecía ignorar. Llegué a ponerle voces de dibujos animados en algunas partes de estas últimas líneas, que fueron muchas más porque realmente nos vimos inmersos en un bucle del que no supe salir. Yo reía nerviosamente, pero ella se limitaba a leer una y otra vez su manual, bajo el apartado “Si un cliente pretende darse de baja”. Me convertí en un hombre desesperado. Respiré profundamente y me concentré. Entorné los ojos y de repente vi una luz, un resquicio. Así que hábilmente y con la velocidad de un rayo aproveché una pausa que hizo para respirar, y le dije:

Moi: “Mira, Vanesa, bonita… Ahora mismo estoy muy muy muy enfadado, con Ono, contigo y con parte de tu familia. Pero no voy a chillarte, porque estoy empezando a marearme. Acabo de cortarme las venas porque no me has dado opción, y durante las últimas ofertas de 6 megas que me has ofrecido he perdido bastante sangre. Así que ahora voy a colgarte, porque necesito la línea libre para llamar a Emergencias. Gracias por tu ayuda.”

Ono: “Disculpe, no le he entendido.”

Moi: “pí-pí-pí-pí…”



Nunca mientras viva lamentaré lo suficiente no haber grabado la conversación. Bueno,las conversaciones. Porque esta última es bastante similar a las anteriores dos que tuve solo unos días antes, y que consiguieron que acabara colgando por K.O. técnico. Y por falta de batería del inalámbrico. Pero os prometo que lo aquí reflejado es totalmente cierto, y muy básico. Sin intención de exagerar, os prometo que literalmente me frotaba los ojos de incredulidad mientras me pateaba el laaaaaargo pasillo de mi casa como unas cincuenta veces.

Ni decir tiene que finalmente me di de baja de Tele2. Y que actualmente los servicios de Ono siguen ocasionándome problemas. Pero ahora me parecen cojonudos.