lunes, 12 de diciembre de 2011

Moho

Sólo soñaba con castillos. Exclusivamente. Todo transcurría en ellos. Sus ojos moviéndose a mil por hora bajo los párpados pixelaban groseramente el argumento del sueño en aras de favorecer el escenario. Únicamente se recordaba a sí mismo acariciando los muros mohosos de un amplio salón palaciego de altísimas bóvedas, subiendo y bajando los escalones desgastados de una almena, o simplemente sentado en el lecho de heno de una sencilla alcoba. Y así hasta que despertaba. De adolescente jamás se despertó erecto por haber magreado oníricamente a la hembra prematura de su clase. Ni con elcabello de la nuca empapado por haber perdido a su familia en un accidente mortal demasiado real que sólo comenzara a disiparse a partir del mediodía. Nunca se encontró saltando más allá del umbral de un abismo casi infinito, convencido de que moviendo los brazos planearía. Sencillamente no sabía lo que era eso. Por mucho tiempo incluso ignoró que a otros sí les pasara. En todo caso, cuando alguien comentaba casualmente algún sueño de anoche, le extrañaba que no apareciera en ningún momento de la narración una fortaleza medieval, así que acababa retirando su interés. Tampoco él lo contó nunca a nadie. No le preocupaba, claro está. Y le pertenecía sólo a él, así que ¿para qué?

Poco después de cumplir los cincuenta, en la empresa donde ya era como de la familia le premiaron con un viaje a Escocia para dos, por haber vendido más cuchillos de cocina que otros comerciales durante todo un largo semestre. Muchos más, en realidad. Habitualmente se llevaba él ese tipo de incentivos, lo que sacaba de quicio a un par de vendedores más feroces que acababan coleccionando en su cocina batidoras, prácticos mini televisores o cajas de madera pretendidamente lujosas con un par de botellas de tinto, de las cuales una sólo valía para cocinar o mezclar con gasesosa. Las semanas previas al viaje de rigor, su esposa ya disfrutaba desvistiéndose de su rutina de ama de casa y madre de dos hijos. Dedicaba varias horas al día a revisar la duración del viaje, ordenando la documentación necesaria y repasando cada detalle de las fotos promocionales del hotel donde se alojarían. Él le prestó la acostumbrada atención parcial incluso cuando el entusiasmo de ella insistió en la visita obligada al castillo de Eilean Donan, recurrente y espectacular localización de la industria cinematográfica. Convino consigo mismo que estaría bien visitar un castillo del mundo real, para variar. Y sin más siguió preparándose las visitas comerciales del día siguiente mientras su mujer batallaba con el puntero del ratón, absorta en la diminuta pantalla de su portátil guardando en su disco duro los Jpg de todos los sitios que pretendía visitar.

Después de mil millas aéreas, un par de polvos rápidos entre las sábanas asépticas del hotel y varias mañanas de desayuno buffet desmedido, sólo sentía frío en los pies a la entrada de la mole de piedra. Escuchando las explicaciones que el encargado de una empresa de restauración dirigía a la guía turística responsable de medio centenar de visitantes, invitándoles escuetamente a volver cuando las tareas hubieran concluido, no antes, mientras pensaba que definitivamente, se había puesto unos calcetines demasiado fríos. Fue la única persona que se dio la vuelta en dirección al autobús sin un gesto mohíno en la cara. Antes de saber que no podrían acceder, él ya había resuelto no poner un pie dentro y esperar fuera al grupo, que seguía mirando suplicante a la guía. Inmediatamente descubrió sorprendido que la entrada al castillo concreto no olía como los que había recorrido tantas veces antes. Aún no lo sabía, pero la noche anterior había sido la última vez que soñaría en su vida.

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sábado, 5 de noviembre de 2011

Un señor.

Por lo general me precio de saber asumir y asimilar casi todas mis carencias y cagadas, que son muchas. Una de mis vergüenzas actuales es trabajar para un banco, por el cual doy a diario la cara ante decenas de llamadas y mails de clientes, algunos airados y otros agradecidos. Personalmente pienso que si hay cosas que sobren en el mundo, una de ellas son los bancos. Otra los políticos. No quiero engañar a nadie –y al karma menos-, a las personas que los componen les deseo el peor de los males. Los detesto profundamente por muchos aspectos que no me cabrían en esta página, me hacen supurar oscura, oscura bilis por cada uno de mis poros cada vez que pienso en ellos.

Me llegan como digo, mails de clientes habitualmente exigentes, que sin educación, modales y pasándose por el orto las leyes básicas de orto-grafía y gramática, consideran que tu obligación es atender sus propias carencias y habilidades informáticas. Aunque por lo general simplemente es que carecen de lógica. Esta mañana, sábado frío, lluvioso y con muy pocas horas dormidas en la mochila, he atendido a muchos con especial malhumor. Hasta que me ha llegado el siguiente correo:

“Estimados Srs:
Por causas ajenas a mi voluntad me encuentro en la más absoluta ruina por lo que, sintiéndolo mucho, no podré seguir pagando las mensualidades de mis tarjetas de crédito.
Dicho esto pueden Vdes. tomar las correspondientes diligencias.
Reciban un cordial saludo,
Fulanito Benganito y de Sotanito”


Para no acabar en la cárcel, el nombre lo omito, de ir a parar allí lo haría por causas más justificadas. Por los demás datos a los que tengo acceso, se trataba de un tipo normal, de cuarenta y tantos años, soltero, con un trabajo normal tirando a mediocre –como el mío-, y un historial económico –también tan medio/bajo como el mío- con el que nunca habrá tenido acceso a grandes lujos, pero que sin duda le ha proporcionado lo necesario. Al menos hasta ahora.

Os sorprenderíais de cuántos banqueros, gente que vive a lo grande de las rentas de su cuenta de valores especulando y encareciendo viviendas y hasta cosechas que alimentarían a naciones, o simplemente poseedores de suculentas cuentas de bastantes dígitos, se pasan por el orto las reglas más básicas de orto-grafía y gramática al enviarnos comunicaciones. Y por supuesto, los modales y protocolos más elementales para dirigirse a otra persona, que es la que va a leer su “escrito”. Y ahora llega este caballero, al que con toda probabilidad –no me lo invento, hablo de estadísticas- el citado hatajo de hijos de puta, buitres carroñeros, especuladores trajeados y demás gentuza chaquetera falta de moral totalmente desconocedora del significado de “callo”, le han jodido la vida presente y sobretodo futura, desde la comodidad de sus despachos empapelados de cínicos -cívicos según ellos, los muy malnacidos- lemas bancarios. Y envía este correo. Educado, breve, conciso, correcto. Puntuando donde corresponde, acentuando cuando procede y debe. Con modales. Un puto Señor. Y un servidor, en vez de comerse toda la mierda que debería salpicarle por la parte que le toca por pasar siete horas al día del lado equivocado, la del puñetero trabajo alimenticio, lo lee y se maravilla: en lugar de mandarlos/nos a todos al carajo y darse al menos el gustazo de cagarse en los muertos de quien lo lea, se planta delante de su ordenador -está realmente mal de pasta créanme, así que ni tendrá internet en casa y me lo imagino en el locutorio de su barrio-, sereno y con la expresión de quien ha ordenado sus ideas con total tranquilidad. Y con un par de simples párrafos se pone muchos metros, kilómetros por encima de toda esa chusma babosa de impresentables bastardos que sólo consiguen correrse pensando en billetes de a doscientos. Y yo pestañeo mucho cuando se me abre en la pantalla y lo flipo. Y tras releerlo varias veces, decido que lo admiro, y que es mi héroe. Y que en un país que se va a la mierda a ojos vista porque los ricos son cada vez más ricos y los pobres son más pobres, hay alguien muy por encima de toda esta basura humana responsable de unas cosas e irresponsable por otras muchas, con una dignidad que ya quisieran muchos. Y es un Señor. Y hasta que pudo y le dejaron trabajó de conserje.

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P.D: Y decido que como yo soy lo más alejado de un señor, y lo más cercano a un cabrón con pintas, que suele envidar la hijoputez ajena porque para algunas cosas nací ganador, la carta que realmente se merecen esos mierdas la escribiré yo. Y la pondré aquí.

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miércoles, 31 de agosto de 2011

ME QUEDO MÁS TRANQUILO...

Al cruzarme con un grupo de ancianos que paseaba por el Retiro aprovechando un día espléndido recuperé un sueño bastante reciente, muy vívido.

Yo era viejo. Realmente mayor. Siempre he querido saber cómo llegaré a esa edad, si es que llego. ¿Seré un señor mayor delgadito y marchito? ¿Me inflaré cual pelota y llevaré camisas con bolsillo? ¿Procuraré subirme la cintura de los pantalones más allá de lo apropiado para la sisa? ¿Recordaré el Facebook en color sepia y con motitas de polvo, en lugar de azul? ¿Entenderé de nuevas tecnologías, o seré un carca que da la brasa a las nuevas generaciones para que le lean los mensajes de la bandeja de entrada del teléfono móvil neuro-holográfico? ¿Me quedaré sin saldo por llamar sin querer al no saber bloquearlo? Es más, ¿llevaré éste colgado del cinturón, dentro de una funcional funda de cuero con botón de remache?

El sueño dejó estas y otras dudas (sobretodo las referentes a mi futuro miembro viril) por contestar. En cambio, recuerdo perfectamente otras sensaciones. A pesar de haber llegado prácticamente al final de lo que carajo sea esto a lo que llamamos “vida” y poder tocar con la punta de los dedos la sombría vuelta de la esquina, había paz. Podía mirar hacia atrás y ver que me arrepentía de muchas menos cosas de las que podía prever. Aciertos y errores, por descontado que componían un extraño cubata responsable de las peores resacas posibles. Pero a pesar de ello, me perdoné bastantes y me otorgué un aprobado en la mayoría de las asignaturas que inicialmente me suspendí a las puertas del verano. Benditas revisiones.

A mis espaldas quedaban infinitos caminos grises, bifurcaciones y descartes que se separaban del que finalmente seguí acertadamente, al menos para llegar adonde llegué. Todas las otras posibilidades, variantes, vidas alternativas que jamás se materializaron y hoy me preocupan enormemente, sencillamente se desvanecieron indoloramente. Tenía muy presente el regusto agridulce en el paladar de saber incierto el despertar a un nuevo día: cualquier noche entre la confortabilidad de mis colcha nórdica y el cuerpo tibio que descansaba a mi derecha podía ser la última. Eso con suerte. También podrían conjurarse contra mí los jabones de la ducha, una escalera o un bordillo traicioneros. O sencillamente que el corazón dijera durante el aperitivo de media mañana “oye colega, que yo me quedo aquí, tú verás lo que haces”. Pero no me asustaba. De día me arropaban cálidamente una pareja cómplice, hijos e hijas, nietos y nietas y un halo de amigos, no de pastel sino de los de verdad. Seres realmente cercanos a mí y a los míos. Personas amadas aunque con la cara todavía borrosa. Como saltar de trampolín a trampolín e improvisar de repente una pirueta inédita, sabiendo que debajo me esperaba la red de toda la vida, con la que di mis primeros saltos en el circo. Que de romperse no se lo podría reprochar.

Ni me acordaba de lo que hoy me da cuerda a diario, ese propósito loco de que quede una huella perenne de mi presencia una vez me haya ido. La convicción aprendida con los años de que las huellas tienen su sentido precisamente en su duración efímera me mantenía sereno. Al fin y al cabo, ¿qué sería de una playa llena de pisadas que no se borraran? ¿De qué servirían entonces las olas si no pudieran barrerlas/borrarlas? Seguro que admiraríamos y perseguiríamos un trocito de arena virgen, sin una sola marca. Y me bastó saber que mi muesca en la mesa de madera, mi marquita horizontal de lápiz junto a “1´70 cms” en el marco de la puerta, la legaría a los míos. Que sería exclusiva y casi personal. Justo en ese momento caí en la cuenta de que podía permitirme el lujo de decir “no necesito más, a partir de este preciso instante todo es un bonus track”.

Inmerso en estos pensamientos mientras paseaba al ritmo que mi rodilla caduca me permitía, junto a mi compañera y otra pareja de amigos que discutían dónde comer, mi mirada se cruzaba con la de otra persona. La de un chaval (que empezaba a dejar de serlo sin sospecharlo) con un casco de moto colgado del brazo escuchando a “Love of Lesbian” en su mp3 mientras paseaba por el Retiro aprovechando un día espléndido. Creo que al mirarme se burló ligeramente de mi vejez. Lo sé porque yo me burlé de su estupidez. Y de la altura de sus pantalones, demasiado subidos para mi gusto.

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domingo, 24 de julio de 2011

ESTIMADO H:

Estimado H:

Sé que te parecerá extraño encontrar una comunicación mía a través de esta dirección, en lugar de la acordada. Pero como recordarás, la utilizaríamos únicamente para cuestiones excepcionales, y esta lo es.

Para ir directamente al grano, comunicarte que desde este momento no trabajaremos más juntos. O mejor dicho, no aceptaré más trabajos tuyos. Y ahórrate avisarme siquiera para los que estén especialmente bien pagados, por favor. Sencillamente lo dejo. A pesar de nuestros escasos intercambios de palabras más allá del ámbito laboral, te conozco lo suficiente como para saber que jamás me pedirás explicaciones. Además, aunque voluntariamente quiero dártelas, después de quince años de tratos te lo mereces, no puedo hacerlo. Sencillamente porque no sé cuáles son.

He de agradecerte bastante. Sabes tan bien como yo que mis anteriores trabajos fueron de los más anodino y mal pagado, algo que personalmente nunca me importó demasiado. A esas edades te sobra con pagarte el tabaco y varias cervezas por semana. También sabes que con lo que me enseñaste se me abrió un mundo nuevo de posibilidades, que al principio acepté con indiferencia pero acabé convirtiendo en mi mayor interés. En mi única forma de vida. Aún recuerdo la meticulosidad con la que acometía los primeros encargos en solitario, libreta de apuntes en mano. Caminando sobre tus consejos con la devoción de un beato. Las alegrías, la confianza renovada que me inundaban cuando comprendía que cada uno de ellos tenía una forma de ser y me libraban del peor de los destinos, ese del que siempre afirmamos que nos libraríamos por todos los medios. Aprendí a llegar a cualquier ciudad nueva con los medios estrictamente necesarios. A calcular mis capacidades. A racionar mi tiempo, mis energías. A analizar, a ver y no sólo mirar, a potenciar mis sentidos casi hasta el infinito. La exactitud de saber cuándo hay que observar, cuánto hay que preparar, y en qué momento exacto acometer el encargo y desaparecer. A justificar mi tatuaje en el antebrazo y nunca olvidarlo. “Patientia prima virtus est”. El lema que me salvó de todo y de todos y que aún sigo mirándome como si consultase un dossier. Recuerdo que cuando me lo descubriste y sin decir nada torciste la boca, me pareció ver en tu mueca cierta aprobación. Diría que tú me creaste, pero no sería exacto. En realidad moldeaste el mejor yo posible. Casi me asusta pensar en quién sería yo ahora mismo si no hubiésemos coincidido en aquel primer trabajo, yo como torpe operario y tú como encargo que se complica. Qué ironía. Todos los comienzos son extraños y hasta vergonzosos, supongo. Al menos a toro pasado.

El caso es que no sigo. Lo dejo. No necesito trabajar más. Para nada me avergüenzo de lo que soy, ni de lo que he sido. Aprendí hace mucho tiempo a aceptarme, a aceptar lo que hago. Lo que hacemos. Lo que siempre se ha hecho y siempre hará algún otro. “O nosotros, cobrando, o el tiempo, gratis”, me repetías al principio intentando anestesiar mi conciencia para prevenir futuros fantasmas nocturnos. Y lo hiciste bien. Jamás me molestaron y no creo que empiecen a estas alturas. Entenderás que no se trata de eso. Pero esta vez voy a dejar que se encargue el tiempo, yo ya he ahorrado suficiente.

Si te soy sincero, tal vez sí exista una recóndita razón, después de todo. Puede que no conciba mi futuro esperando que vengan a encargarse de mí. Sobrevivir como un anciano despachando principiantes para comprobar quién tiene las agallas de intentar encargarse de mí una vez se le hayan soldado los huesos justos. Entrenando un cachorro que me asegure la vejez y la protección. No te juzgo, simplemente pienso distinto. Aún no eres tan mayor, podrás volver a hacerlo. Sigues siendo el mejor de los maestros, te apañarás bien. Encontrarás a alguien como yo, que lo quiera todo. Que no tema nada. Que te haga amasar una pequeña fortuna con la que desaparecer y tomarte al fin tu merecido descanso muy lejos de aquí. Sinceramente, te deseo lo mejor. Pero, querido H, si intentas ponerte en contacto conmigo, si aparece alguien para recordarme que de ésto uno no se retira a voluntad, te mataré.

Buena suerte, capitán Haddock.

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jueves, 7 de julio de 2011

QUIERO SER

Quiero ser ninja.

Quiero ser un sicario que se crea ético.

Quiero ser el diario secreto de Mario Benedetti.

Quiero ser atracador de cajas rurales.

Quiero ser un androide.

Quiero ser Raúl Arévalo.

Quiero ser valiente, cualquier valiente.

Quiero ser antitaurino, pero también quiero ser torero.

Quiero ser ermitaño, pero también quiero ser Hugh Hefner.

Quiero ser pescador en Fisterra.

Quiero ser ese que aparece cuando necesitas que aparezca.

Quiero ser pinche de cocina en El Bulli.

Quiero ser Schwarzenegger, cuando era Schwarzenegger.

Quiero ser un bichito volador.

Quiero ser mi padre. Y mi abuelo. Y el padre de mi abuelo.

Quiero ser un niño que se troncha viendo a Cantinflas la sobremesa de un domingo.

Quiero ser el eslabón perdido entre Stan Lee y Seth McFarlane.

Quiero ser un completo ignorante, incluso de que lo es. Sobretodo de que lo es.

Quiero ser Peter Parker. Pero más Frank Castle.

Quiero ser un rastafari con la piel oscura y los ojos claros.

Quiero ser Carlos Tarque.

Quiero ser el mejor amigo de tu ginecólogo.

Quiero ser .

Quiero ser el que algún día deberé ser.

Y quiero ser aquel que quiera ser yo.

PERO SÓLO UN RATO.

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jueves, 9 de junio de 2011

ECHO DE MENOS EN LA GRAN CIUDAD...

Que la ceja se te levante sola. Los dibujos que hace tu boca de manga sin permiso. Cuando levantas una pierna al dar un beso a alguien. El redoble a dos manos que me marcas en el pecho (“tá-tatatá!”) cuando no sabes qué decir. Que inventes palabros tan tuyos y tan lógicos que parece mentira que no existan todavía. Las canciones de Julio Iglesias o Al Bano, que saltan de repente en la lista de tu iPod y descolocan a cualquiera, a veces en la situación más delicada. Los cigarros que echabas de madrugada en el balcón, en ropa interior. Que tengas los pies bonitos y encima los llames “páinrels”. Las cicatrices de tus rodillas, porque de pequeña estabas mú loca. Que sepas transcribir perfectamente cualquier ruido o sonido en un chat, y en cambio en persona imites tan mal a Chiquito (y en general). Cómo escribes, qué escribes y sobretodo desde dónde escribes. La cara de ratón que pones a veces sin darte cuenta. Cuando bailas única y exclusivamente para divertirte y todo lo demás no te importa un carajo. Que no sepas mentir. Que no necesites mentir. Esa exasperante manía de aplicar abreviaturas a las expresiones más insólitas. Las cervezas que eres capaz de beberte. Cuando exiges atención dando un golpe camionero en la mesa. Esas veces que me llamas gilipollas, por la sonoridad que adquiere en tu boca. Que me guardes secretos. Que la líes parda justo antes de poner cara de mascota arrepentida. Que seas tan bonita por dentro que a veces se me olvide que también lo eres por fuera. Tus contestaciones rápidas, muy a pie (qué gran actriz podrías ser si quisieras). Tus carcajadas repentinas viendo una comedia en la tele, o en mitad de la Gran Vía, o en un velatorio. Que poseas la propiedad intelectual del mejor guiño de ojo del mundo. Que seas mucho más de lo que crees que eres (lo que en parte también es trágico). Que a tu edad prefieras beber un Rioja razonable viendo a Woody Allen en lugar de calimocho con “Crepúsculo”. Tu espalda, tu cintura y... ¿ya he mencionado tus rodillas? Que apuestes por mí aun cuando nadie más lo haga. Ese ruidito gatuno que te traiciona cuando se cruza en tu camino Mr. Clooney, Sir Connery, o en general cualquier señor mayor con traje. Que seas tan tú que no existan más “tús”. Cuando esperaste en mi portal mientras llovía. Que seas una de las personas más valientes que he conocido. Lo que un día llegarás a a ser, aunque ahora mismo no tengas ni idea. Tu cerebro, ora torcido, ora recto (yo salgo ganando).

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domingo, 1 de mayo de 2011

EL QUE AVISA...

Entro sin saber si entraré. Es decir, me asomo. Al fondo, en un rincón con buenas vistas aún quedan dos butacas vacías. Me la juego. Para no perderlas, voy directo y dejo mi mochila vigilando el fuerte. Me dirijo a la cola de pedidos. Miro de reojo justo después de leer en un cartelito “Carteristas profesionales operan en la zona, vigile sus pertenencias”. Es mi turno. Pido un café americano pequeño con sabor a avellana. A nombre de Moi. De Moi. No, Boy no. Moi, Moi. Me cobra 2´60€ y canta el pedido a su compañera. “¿Nombre? Boy. Sí, como chico en inglés”. Inicio un amago de rectificación, pero abandono. Con suerte me llamarán en voz alta y alguna jovenzuela se girará curiosona. Un minuto después me llaman: “¿Café americano para quién?”. Ah, entonces todo el asunto del nombre ha sido para nada. Como preguntarme “son 2´60€, ¿cuál es tu película favorita?”. “El Padrino”. “Ah, ok… Crepúsculo”.

Vuelvo al sitio, aún están mis cosas. He venido con la firme intención de retomar (desde cero) la escritura de un monólogo. Saco mi moleskine. La gente viene aquí con sus portátiles, que para algo se los compran portátiles. Al verme (des)armado con mi boli bic con el tubito de la tinta vacío se ríen para sus adentros. Seguro. Les ignoro, digno. Echo un trago de café. Diosanto, es magma volcánico. Me abraso la boca, y además me mancho. Misión cumplida. El asunto de mi libretita ha quedado olvidado. Si estás leyendo esto esperando que pase algo, mejor déjalo aquí.

Estoy frente a la ventana, dentro de un acuario viendo peces raros deambulando afuera. Pasa una monja. Un lisiado se mendiga la vida entre transeúntes que lo driblan como Alfonso en sus tiempos del Betis. Las piernas sublimes de una chica con minifalda y botines casi chocan con una pareja de sesentones bajitos que se han parado repentinamente. A ella se le ha metido algo en el ojo, y él la sujeta por ambos hombros mientras se lo escruta, muy concentrado. No encuentra nada, pero antes de proseguir le coge la cara con ambas manos y muy despacio, como apuntando, le da un pico.

“Perdona, ¿para ir al baño qué tengo que hacer?”. La pregunta me trae adentro. Qué forma tan complicada de preguntar si los servicios están abiertos. Es un estudiante de publicidad. No sabe hacer el trabajo que le han mandado en clase, y está ayudándole una rubia, ligeramente más preparada que él. Aunque ella cree que la diferencia es mucho mayor. Una chica argentina me pide permiso para sentarse en la butaca de enfrente. La desalojo de trastos, ella la gira hasta ofrecerme el perfil para que ambos conservemos cierto espacio vital, y se sienta. Mi monólogo sigue igual.

A mi izquierda, tres ancianas de pelo cardado, una con pañuelo de leopardo, hablan de la película que van a ver. Se levantan parsimoniosamente y salen. Su lugar lo ocupan cuatro chavales. Debaten sobre las calorías de la apetitosa tarta de queso que despacha uno de ellos, ajeno, con la cabeza agachada. Los otros se la comen con los ojos.

Baja Fuencarral una Harley Davidson que suena a gloria bendita y los ojos se me van afuera nuevamente. En la acera un hombre casi descalabra a un niño de pocos años intentando subírselo a los hombros describiendo una filigrana con él. Al pequeño, ajeno, le ha parecido genial. En serio, esto es lo más emocionante que leerás aquí. Gracias por tu interés, ya puedes dejarlo.

En mi trayectoria visual se interponen dos amigos charlando, dentro junto a la ventana. Él, gay con mucha pluma, toma un frapuccino. Ella, pijita y poco agraciada, un zumo. Creo que ambos estudian arte dramático por las frases sueltas que pesco. Hablan sobre la gira de verano de un conocido común. O de un director de casting que no les cae bien a ninguno, aunque no lo conocen. Él lleva las axilas de la camiseta cercadas de sudor reciente. Es consciente e intenta taparlos, pero la conversación le hace bajar la guardia a ratos y vuelven a hacerse patentes. Entonces cae en la cuenta y vuelve a disimularlos mientras mira alrededor por si alguien se fija, pudoroso. Acaban yéndose. En su lugar se sienta otra pareja. Primero uno frente a otro. Luego ella se cambia a su lado. Apenas hablan. Observan la calle. Relajados. Saborean con comodidad un silencio común. Les envidio. Miro mi libreta vacía y la encaro con el bolígrafo. Pero no escribo.

Por la ventana de la izquierda se distingue a lo lejos la terraza de un mesón cubano, donde a media tarde se despachan mojitos a la mayoría de los clientes mientras toman el sol. Empiezo a pensar que me he equivocado de establecimiento. Viajo hasta la botella de Brugal de mi casa. ¿Y si…? Quizás luego. Maldita sea, he ido descuidando el café tomando sorbos. Me queda media taza, pero el café tibio es un veneno. Espero a que se enfríe. Vuelvo a mirar la libreta. Cuatro frases en toda la tarde. La cafeína me ha fallado esta vez. Vale, me he equivocado de sustancia. La cierro. Tapo el bolígrafo. Guardo todo en el bolso. Tomo el resto del café de un trago, me pongo los auriculares y salgo. Vaya, has llegado hasta aquí, eso es que te aburres tanto como yo. Si te vienes a casa, tengo ron añejo y hielo.

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jueves, 28 de abril de 2011

BILIS

Trabajo en el inmenso aeropuerto de Barajas. Concretamente en la T4. Dentro de la zona de embarque, en un entorno privilegiado a la que pocas empresas tienen acceso. La mía además paga bien, muy bien. Si vendes su producto. Si vendes su producto muchas veces. En realidad, si vendes su producto muchas veces cada día durante todo un mes. Eso implica lidiar de lunes a viernes con la flora y fauna de una terminal internacional. Hay despistados ocasionales con shorts. Hay tipos trajeados habituales con gafas de Gucci y la barbilla apuntando hacia los altos techos. Hay tipas enganchadas a los rayos uva que exhiben muchas joyas falsas pero suspiran secretamente por una sola que sea auténtica.

Mi trabajo no consiste en vender. El prestigio de mi firma me avala. El producto es bueno, barato, exclusivo. Y regala cosas. Mi trabajo consiste en escuchar muchos “NO”, muchos desplantes, muchas miradas soberbias. Mi trabajo consiste en soportar incontables groserías, echármelas a la espalda, permitir que resbalen lentamente por mi espalda, se deslicen hasta higienizar mi recto, caigan al suelo, sean pisadas miles de veces y se desvanezcan. Mi trabajo consiste en que mientras todo esto sucede no se me borre la sonrisa de la cara. Al fin y al cabo, cada “no” probable puede esconder un “sí” potencial, y hay que ir a buscarlo. Mi trabajo consiste en no despreciar a los tipos escudados tras su corbata. Mi trabajo consiste en que mi pensamiento no me traicione recordándome que seguramente la mayoría de los que tienen la cuenta corriente enorme no contemplan otra forma de compensar una polla diminuta. O que su domingo de chándal matinal equivale a la lástima que provoca un perro peludo cuando lo mojas en la bañera y se queda en nada. Mi trabajo consiste en permitir impunemente a un tipo barrigón y medio calvo, que desearía follar como yo lo hago (gratis, quiero decir), dejarme con la palabra en la boca, darse la vuelta groseramente y largarse sin dar explicación. Mi trabajo va de no imaginar que en ese instante tropieza con un cordón desatado y al caer se rompe la nariz con una papelera de reciclaje.

Hoy me he tomado un descanso. Me he dado el lujo de cambiar de trabajo. De negarles la palabra y mis modales durante un par de horas. De observar. De ver desde una perspectiva alejada una zona de tránsito habitual, con sus escaleras mecánicas y su Duty Free. De mirar extrañado a los altos directivos. A mujeres cuyos bolsos cuestan tanto como mi parte del alquiler mensual. A personajes con bordados de marca chivatos en sus camisas caras. De perseguir zapatos de ante, náuticos, botines, tacones. Animales absurdos que en muchos casos manejan a su antojo la economía familiar de docenas de otros animales más modestos. Voyeur de grandes depredadores que se transforman en bichitos patéticos cuando el altavoz anuncia que su puerta de embarque “H 03” pasa a convertirse en “K 68”. Caras altivas. Papadas rechonchas que se estremecen mirando una pantalla mientras rezan a su supervisor que está en los cielos para que no les cancelen el vuelo. Muñecos torpes que corren ortopédicamente sujetándose la corbata con una mano y el “Emprendedores” doblado en la otra. Personas acostumbradas a negociar tratos millonarios a cara de perro, pero acojonadas e incapaces de encarar valientemente a un extraño (fingidamente) amable que les hace una pregunta, sonriente, bajito y erguido. Seres humanos que posiblemente sólo se merecen tener cerca a su trolley Roncatto y que en justicia únicamente deberían ser abrazados por su portafolio Tous. Viajeros exigentes que se creen merecedores de que les des cualquier información sobre el aeropuerto sin un simple "por favor". Individuos a los que desgraciadamente ensalzas cuando les pides breves segundos de su tiempo. Señoritos de cortijo que te ignoran, superiores, y entonces vuelven a su forma original de pobres diablos disfrazados con un mismo traje de gris mediocre o azul eléctrico hortera. Devoradores solitarios (aunque vayan en manada) de Big Mac enganchados a su Blackberry que veneran a su tarjeta de embarque. Entes tristes que sueñan con acceder algún día a la sala Vip, como el omnipresente pez más gordo que hace un momento ha entrado en ella mirándolos por encima del hombro. Ansiosos vestidos de Pedro del Hierro que suplican por una zona de fumadores. Sucedáneos de clase media que desean patear lo antes posible el siguiente aeropuerto, donde se cruzarán con otro sinvergüenza local que mientras sonríe de lado, aparentemente cordial, los mirará con desprecio contenido y pensará para sus adentros: “Esta noche en cuanto pille mi blog pienso mearme en vuestra existencia, hijos de una puta”.

Y en ello estaba cuando, maldita sea, he hecho recuento y he flojeado. Me ha tocado admitir humillado que de entre tanto páramo, alguna vez he tropezado con alguien de risa fresca y ojillos alegres . Que también existen los oasis, aunque sean escasos. Pero al plantearme borrarlo todo, descansar y desear que mañana sea un mejor día, me he concedido que, qué coño, la bilis tiene que salir por algún lado. Además, esta noche soñaré que todos van con prisas y con los cordones desatados. Y que las papeleras metálicas y robustas se han puesto de moda en la T4.

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sábado, 5 de marzo de 2011

CRÓNICA DE UN VUELO MADRID-VALENCIA (con Ryanair)

05:45 Aunque la aplicación del iPhone "Metro Madrid" asegura que tengo media hora de trayecto desde mi casa hasta el aeropuerto, decido ser previsor y salir con una hora de antelación

06:30 Me alegro de haber salido con tiempo, para hacer el tercer trasbordo atravieso cinco escaleras mecánicas APAGADAS. Supongo que las desconectó Gandalf, el segurata ("¡No pasarás!), en vista de que apenas hay afluencia al aeropuerto, y por lo tanto son un gasto inútil de energía. ¡Bien pensado, amigo!

07:00 Comprendo perfectamente que para acceder al aeropuerto desde el metro además te cobren un euro extra porque sí. Hay quien lo vería totalmente arbitrario e hijoputista. No yo, que considero que el gimnasio que me he ahorrado arrastrando la maleta escaleras arriba, bien vale esa pequeña y razonable aportación.

07:30 Llegar a mi terminal me ha costado otra media hora que, sorprendentemente no me cobran (imagino que por despiste, o por ser el pasajero número diez del día). Ahora me avergüenzo por callarme cual puta, en lugar de informarles de su olvido. He decidido que a la vuelta dejaré dos euros de bote, qué coño.

07:45 Cuando llego a la zona de facturación, un amable asistente con mucha pluma me mira con una gotita de sudor en la frente cuando ve mi dni y me comenta, como quien no quiere la cosa, que no puedo volar porque el dni sin chip no es válido, "es que ahí va toda tu información personal" (el tipo de porno que me gusta, si prefiero macarrones o espaguetis o lo generoso que soy dejando propina en los bares, supongo). Antes de que la vena se me hinche, hago la sugerencia de que tal vez en las letras impresas también venga algo sobre mí, y argumento que con el dni antiguo NADIE podría volar. Muy tranquilo y con el pulso firme contesta: "sí, claro que se puede,por eso es mucho mejor el antiguo". Le miro con los ojos muy abiertos, parpadeando mucho, y como una vena en la frente también me parpadea mucho, me dice muy cómplice, el briboncete, que hará la vista gorda. Rechazo muy cortés el enorme favor, porque llevo el carné de conducir. "Es que el carné de conducir tampoco vale", y comienzo a temer que me diga "y si no llevas bigote, tampoco puedes..." Finalmente paso, pero por los pelos.

07:51 Agradecidooo, emocionadooo, considero plantarle un beso en la frente. Pero por si me hace la cobra, decido no tentar mi suerte y dirigirme a la puerta.

07:58 El detector no pita y nadie me cachea. Me siento discriminado. ¿Qué tienen los demás que no tenga yo? Miro al agente de seguridad con ojitos tiernos de talibán en celo, pero me desvía la mirada. Vergonzoso...

08:05 Al recoger mi bandeja de efectos personales del escáner, el inspector pregunta si llevo unas tijeras pequeñas. Afirmo que no, y al abrir la maleta descubro en un compartimento, olvidado, un kit de maquillaje (tijeritas, hilo negro, plastilina color carne) que utilicé tiempo ha en "Papá Embalsamado". Digo en voz alta "glups", mientras la versión mexicana de Bruce Willis olisquea la plastilina deseando que no sea plastilina, y me mira con cara de "Vamos, alégrame el día". Repentinamente me dice que pase, porque estoy formando cola. Las tijeras las tiro a la papelera delante de él, por si acaso. Sospecho que me deja libre para seguirme y acabar con toda mi célula terrorista.

08:10 En la sala de espera indican que hagamos cola para ir embarcando, y que los viajeros preferentes pueden hacer otra cola, a la izquierda, para subir antes. Paso unos minutos preguntándome dónde coño está la ventaja, si hasta que no estemos todos no sale el avión.

08:20 Tres asistentes, dos chicos y una chica mulata guapísima van adelantando trabajo revisándonos la documentación mientras hacemos fila. Evidentemente, ella me mira a los ojos, dice "contigo no bicho" y pasa adelante. Advierto que de los otros dos, uno está borracho o encocado, porque va gritando "somos los teletubbies", o "estos de Ryanair no tienen ni puta idea" (¿?), mientras le mira toda la sala de embarque, flipándolo tanto como yo. Por mi parte, le declaro amor eterno en secreto, y prometo dedicarle un grupo del Facebook. Lógicamente tampoco me revisa él el billete, me toca el sosito.

08:25 Entro al avión. El azafato tiene un acento tan marcado (y yo estoy tan sordo) que le pregunto tres veces cuál es mi asiento, antes de caer en la cuenta de que son libres. Vuelvo a formar cola.


08:27 ¡Pillo ventanilla! A mi lado se sienta un matrimonio cincuentón. Ella lee una revista, callada. Él está convencido de que es el más gracioso de a bordo (no me lo puedo creer, ¿borracho? ¿encocado? ¿simplemente gilipollas?). Mirando de reojo la revista de su mujer dice literalmente "Anda, Sín (Sean) Penn... Qué ilusión me ha hecho que esté con la Escarlet Johanson, porque antes era maricón. Trabajaba muy bien en Cadena Perpetua..." A posteriori explica a su esposa porqué algunas filas del avión siguen vacías: así ahorran 1'5€ por asiento en combustible. ("Qué cabrón, el Ryan", pienso, "con razón tuvo una hija tan lista")

08:30 Sorprendentemente, el piloto que nos da la bienvenida al vuelotiene acento de Vallecas. (Nota mental: averiguar si Juanjo Ballesta tiene título de piloto)

08:40 Despegamos. Me pregunto porqué a un gilipollas la naturaleza le concede habitualmente una potencia vocal directamente proporcional. No hay justicia.

08:42 ¿Por qué habré tirado el hilo y las tijeras? Podría coserle la boca al tipo de al lado y la gente me aplaudiría (por cierto, también ha aplaudido el numerito de rigor sobre seguridad aérea)... Nah, creo que no llevaba suficiente hilo. Tanteo la longitud de mi cinturón de seguridad. Pero no, no me da para estrangularle.

08:43 ¡Para ahorcarme tampoco llega!

09:20 Iba a rezar que cayéramos al mar, para verle ahogarse justo antes que yo (la maniobra de aproximación se hace en la costa de Valencia, so listos), pero de repente se ha callado. Todos respiramos, menos l@s azafat@s de toda la vida, que insisten en que consumamos, o compremos lotería, o tabaco sin tabaco, o algo. Pero que consumamos, coño. Pido un vaso de agua del grifo, por quedar bien.

09:30 Mi compi intenta ver por la ventanilla la maniobra de aterrizaje, así que planto TODO mi cabezón frente al ventanuco, como pequeño acto de venganza. ¡Victoria!

09:35 Comentan por los altavoces antes de tomar tierra, que si queremos comprar perfumes o artículos varios de regalo, también nos hacen el favor de vendérnoslos a precios muy asequibles.

09:37 Mientras escribo algunas de estas lineas, un azafato pelirrojo se acerca y me dice que lleva todo el vuelo comentando con sus compañeras, que a toda la tripulación y buena parte del pasaje les parezco sumamente atractivo, y que les encanta mi blog, él mismo es un fiel seguidor, pero que haga el favor de apagar el móvil. O eso creo entender en su perfecta pronunciación en inglés. "Tranquilo. Lo tengo sin señal, en modo avión", le digo. "Senior, no está permitírou..." Vaale, lo apagou.

09:45 Para anunciar el aterrizaje con éxito, suena a toda hostia un solo de trompeta igual que el de los hipódromos (lo juro). Espero en vano que las azafatas hagan carreras por el pasillo y nos propongan jugarnos los cuartos apostando. No se produce el evento, ahora que ya me tenían convencido y pensaba apostar por el pelirrojo (es que tenía una dentadura de ganador).

09:50 Mientras esperamos a que abran las puertas, nos aconsejan con qué compañías alquilar vehículos, y sopeso lo divertido que sería pedirles AHORA un sandwich caliente y bebida. Pero no, sería más caro que divertido, como la mayoría de mis bromas en general.

09:53 Bajando la maleta del compartimento superior, estoy a punto (cuestión de milímetros) de descalabrar a una MILF, que me mira horrorizada. Tengo una premonición: hoy tampoco mojo.

10:00 Intento acceder al metro con mi bono de toda la vida y descubro que (mecagoenlosbastardoshijosdeputadelmetrodevalenciayensusmuertosmásfrescos) si no lo utilizas en un mes, caduca. Eso sí, al menos aunque sea infrecuente, lento y escandalosamente impuntual, el metro de Valencia también es carísimo.

10:05 Estoy deseando que llegue el momento del vuelo de vuelta.

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sábado, 19 de febrero de 2011

MAYONESA

Habla por el móvil con la voz queda. Sonríe. Mira sin mirar. Se toca la entrepierna con la mano izquierda, estrujándose los testículos de forma semi-inconsciente. Lleva cachondo los veinte minutos de conversación. Claro que estoy deseándolo, dice. Se le amplía aún más la sonrisa, se le entornan los ojos. Le llega ruido de llaves a su espalda, desde el final del pasillo. Alguien entra. Aparta la izquierda y la apoya en la silla, sin sobresaltarse. Es la pesada de mi mujer, que llega antes, espera un momento. Ya no se inmuta, antes solía ponerse nervioso y daba un respingo. Hola cariño, le dirige Carmen mientras gira a la cocina cargada de bolsas del Mercadona. Cada día llegas a una hora distinta, no sé qué clase de descontrol llevas últimamente, le contesta. Lo dice sin dejar de ofrecerle la espalda. Oye, en un rato te llamo, y si no hablamos luego en el trabajo, chao gordita. César entra en la cocina, le da un beso automático en la mejilla y pregunta qué tal a nadie en concreto, casi al frigorífico, mientras le extirpa sin mirar una cerveza de la puerta.

Cenando frente a la tele hablan poco. Suele ser así. Él mira fijamente la pantalla mientras ella divaga sobre su día durante las pausas publicitarias, o da su opinión sobre la programación, aunque le gusta casi todo. César suele despreciarle las preferencias televisivas. Hace demasiado tiempo, más del que es capaz de recordar, que tiene la impresión de que su mujer es una simple. Él merece algo más. No entiende cómo pueden gustarle los programas del corazón, ese reality o las películas de sobremesa del fin de semana. Anda trae acá, que si fuera por ti acabaríamos viendo la misma mierda que cenamos, le dice mientras le arranca el mando a distancia. Carmen le levanta una ceja fingiendo estar ofendida, pero en seguida sonríe de lado y baja la mirada. Se observa el zapato de tacón del pie derecho. Vuelve a centrarse en su plato, se sirve una ración generosa de mayonesa y embadurna en ella el pescado. No sé cómo puedes comértelo todo con mayonesa, dice César que la observa de reojo. Qué asco, parece decir una fugaz mirada suya de repugnancia, y pone las noticias de la 2. Ella no dice nada, aunque por una comisura se le escapa una sonrisa mínima. Antes acababa antes en todo, ahora sólo es la más rápida cuando se trata de cenar juntos. Se levanta y recoge los platos de la mesa, aunque esta vez su mirada es distinta de otras noches, como si los tabiques del pasillo o los muebles del comedor, César incluido, se hubieran tornado de pvc transparente e inerte y pudiera ver a través de ellos. Ajeno, termina de comerse con bocados avariciosos un bollo relleno de chocolate que gotea y mancha el sofá. Mira la mesa, ha quedado recogido todo excepto el bote de mayonesa. Lo mira con fastidio.

Apenas se muestra contrariado. Todavía. Es cierto que desde la cena de anoche no han cruzado palabra, como una especie de excedencia verbal tácita. Pero en el minuto treinta y uno se da cuenta de lo extraña que ha sido la última media hora. Carmen ha llegado a la hora de siempre, catorce cero cero, y en lugar de ponerse a calentar algo que cocinara anoche, ha entrado y salido del dormitorio en cuestión de segundos, con una maleta que obviamente preparó antes de salir esta mañana mientras él dormía. César trabaja siempre en turno de tarde, coordinando los cogotes de una panda de teleoperadoras perezosas, así que habitualmente se levanta cuando ella lleva ya dos horas trabajando. Hace mucho tiempo que no se despierta para despedirla. Antes de salir sin dar portazo, se han quedado mirando unos instantes a través de la lejanía del pasillo, inmóviles ambos. Él extrañado, ella deseándole suerte con los ojos, condescendiente.

Se ha pasado la jornada laboral entre reflexiones, aunque antes de la hora de salir ya había pactado con Sandra una cena en su casa, para ampliarle la explicación esquemática que le ha dado frente a la máquina de café del office sobre lo ocurrido. Su Volvo rodaba hoy más rápido de lo habitual para ganarle el tiempo suficiente de parar a comprar un buen vino y ducharse al llegar. Tenía la intención de pasarse la noche follando como un adolescente, con la cabeza metida entre los enormes pezones de Sandra, para celebrar su reciente soltería y pasar de golpe esa pesada página de su vida que contenía varios lustros escritos. Antes de asearse y recortarse el matojo púbico, que llevaba francamente descuidado, ya desnudo y envuelto en la toalla, ha decidido tomar algo rápido, como un sándwich. Preparándolo con urgencia, sobre la bancada de mármol de la cocina, decidió que sería un detalle triunfal aderezarlo con un poco de mayonesa. Como gesto último de victoria. Después de utilizar el bote lo ha lanzado con rabia al cubo de la basura. Hasta nunca. Mientras masticaba se ha acercado al comedor, para poner algo de música de fondo. Observa con cierta indiferencia que al morder el sándwich una gota de mayonesa quedó desparramada sobre el suelo de terrazo, y entonces blasfema. Caminando apresurado a buscar algo con qué limpiarla se ha dado cuenta de que estaba puesto el cd de Melendi en el equipo de música. A Carmen le encantaba, parece que ayer estuvo escuchándolo. Porque te quiero como el mar quiere a un pez que nada dentro, canta el supuesto rasta a grito pelado. Inmediatamente ha cambiado de objetivo, girando sobre sí mismo para volver a oprimir el stop del mando a distancia. Lo ha hecho con tal decisión, con tanta velocidad, que cuando ha decidido sortear la mancha del suelo ya era tarde. Ambas piernas se han elevado por encima de su cabeza que, basculando por el contrapeso, se ha estrellado ruidosamente contra el suelo. Al caer ha quedado en una postura grotesca, con la mitad inferior del cuerpo apoyada en perfecta vertical sobre la pared del pasillo, y el resto ladeado, descansando. Los ojos muy abiertos, con expresión de no entender nada, miran fijamente la foto en blanco y negro de un río sobrado de Praga que cuelga en la pared, aunque vacíos.

Ahora Melendi sigue a lo suyo, gritando sandeces, mientras el timbre del portal suena insistentemente. Cuando cesa le sustituyen varias llamadas seguidas del móvil, desde donde Pavarotti entona sublime un pequeño fragmento del Nessun Dorma de Turandot, que quedó en el bolsillo del pantalón sobre el bidé. A dos metros del Nokia reposa la carcasa inerte de César, sobre un tímido charquito de sangre. El peso de las piernas comienza a vencerlas y resbalan mansamente hasta llegar al suelo. César lo sabe porque las ve alejarse de su campo de visión. Pestañea.


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jueves, 6 de enero de 2011

LOLA

Nunca me llamaron la atención especialmente, ni siquiera de pequeño. Tampoco los ciclomotores, sus hermanos pequeños. Los ponis de las motocicletas, la versión mínima obligada en aquel pueblo pequeño y disperso en un valle verde salpicado por otras poblaciones igual de diminutas conectadas sólo por carreteras comarcales. Cierto es que tampoco pude permitirme que me gustaran. Mis padres estuvieron opuestos desde siempre a que subiera a uno, ya fuera a los mandos o de paquete. Las necrológicas más o menos habituales de adolescentes que acababan desparramando su futuro sobre el asfalto, entre campos de naranjos, tuvieron la culpa. Ya fuera por temeridades de niñato, ya fuera por pura mala suerte. Y lo cierto es que, salvo casos muy puntuales, tampoco me importaba demasiado. Para entonces despuntaba el mundo de los videojuegos domésticos, amén de los clásicos futbolines de las cinco de la tarde, que me dieron la tregua necesaria para tirar de un pésimo servicio de autobuses y trenes regionales solamente cuando la ocasión hacía necesario viajar. O sea, si había chicas de por medio.

Por eso es sorprendente que, muchos años después, ya lejos y en la ciudad, me enamorara. Ella era una Yamaha, Dragstar para más señas. Preciosa, grande, exhuberante, casi carnal, pintada en dos llamativos colores: plateado y champán. La veía dos veces por semana, aparcada junto a la academia donde estudiaba después del trabajo, y ambos nos mirábamos a los ojos durante breves segundos cada vez. Hasta que un día, harto de conformarme con desear lo que veía, decidí que si bien no me gustaban las motos, quería tener ESA. Hice cálculos, ahorré, me saqué el carné (sorprendentemente en muy poco tiempo y al primer intento), y en menos de un año me encontraba peinando internet casi a diario en busca de una copia exacta que sofocara mi reciente obsesión ("antes de que me quieras como se quiere a un gato, me largo con cualquiera que se parezca a ti"). Un día, casi a punto de tirar la toalla, di un salto en mi silla cuando descubrí que existía una en venta, a buen precio, y claro, a tomar por culo de mi casa. Jamás había conducido por carretera abierta nada que no fuese mi bicicleta pero, qué coño, siempre tiene que haber una vez para todo, oye.

400 kilómetros en tren de ida, nerviosísimo, y otros tantos de vuelta ya a lomos de mi Lola (así la bauticé en cuanto la vi), de noche, recién inaugurado el invierno y con extra de niebla por el mismo precio. Tuve miedo los primeros mil metros. El resto lo disfruté de forma casi orgásmica. Aún recuerdo aquel primer momento como la vez que más cerca he estado (hasta este mismo instante) de la sensación de volar. El prolongado orgasmo del cerdo salvaje, vamos. Dudando entre desear llegar por fin a la calidez de mi casa o seguir fumándome el asfalto, vestido con todas aquellas capas de equipaje prestado por varios amigos moteros, los mismos que celebraron el éxito de mi misión, a mi llegada, como si hubiera ganado la Champions. O quizás por haber llegado entero, aunque secretamente llegué casi duplicado.

Desde entonces, mi Lola ha sido mi único y prácticamente exclusivo medio de transporte a todos lados, a todas horas, bajo diversas condiciones atmosféricas. A trabajar, al gimnasio, a hacer pequeñas compras, a tomar unas cañejas. Mi fiel Lola. En estos tres años hemos disfrutado como enanos asistiendo a concentraciones moteras, aspirando a fondo el olor de las mañanas de verano, compartiendo bares y silla de montar con gente muy diversa, a veces hemos tenido pequeñas discusiones creo que por amago de celos...Y he tenido ocasión de comprobar recientemente que en realidad Lola no era gemela de aquella otra que me enamoró (mi pequeña es color grana y oro) y el modelo difiere ligeramente. Pero la quiero igual, claro. Qué digo, mucho más. Como el respiro que te da caer en la cuenta de que la cara de aquella persona sin la cual creíste no poder vivir, de repente se vuelve borrosa porque la sustituye otra nueva. Será porque prácticamente ha estado presente en mis mejores y peores momentos estos treinta y tantos meses, mi niña Lola, y eso para mí cuenta mucho. A sol y a sombra.


Ahora mismo lo que me sorprende es que sea cierto eso que dicen siempre (¿cómo coño se sabe algo así?) de que en este momento preciso puedes revisitar toda tu vida en apenas un segundo. Bueno, en mi caso los fotogramas que hemos compartido Lola y yo, que ya son bastantes. Aún tengo tiempo de maldecir lo imbécil que he sido por dejar que me provoque ese cretino que acaba de dejarme atrás, rugiendo con su puta moto japonesa. Siempre he sido bastante prudente precisamente para prevenir este instante. Pero no esta vez. Mi necedad, el Audi que se me ha cruzado sin intermitentes para zamparse dos carriles (siempre sospeché que los Audis no los llevan de serie) y el deficiente peraltado de la curva, bastante más pronunciada de lo que recordaba, han sido suficientes para hacer que ahora mismo estemos volando a cierta altura. Ignorando finalmente la curva. Tomándola recta sin remedio. Mi Lola y yo, ella por delante. Creo que antes de despegar hemos atravesado un guardarrailes, de esos tan baratos que no importan las atroces consecuencias que tienen ante la caída más inocente (todo el mundo sabe que lo rentable es invertir en radares, que se pagan solos), así que no sé si ahora mismo seguiré de una pieza. Pero a estas alturas, perdón por el chiste, debe importar más bien poco, me da a mí.

Vaya, así que esto es todo, a ver qué viene ahora. Hasta aquí hemos llegado. Gracias por todo, mi niña Lola. Y perdona las disculpas.

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sábado, 1 de enero de 2011

BY THE WAY...

PROPÓSITOS PARA UN NUEVO AÑO:


Entender un poco más a los demás. Hacerme entender mejor. Entenderme.

Afilar ciertas palabras desaprovechadas, despuntar la mayoría para que no pinchen. Al menos no sin querer.

Jugármela por las personas que arriesgan. Ignorar a las indiferentes. Apenarme por las cobardes.

Haprender ha escrivir mejór. De hecho, aprender a escribir. Y dejar de acabar las frases con pu(n)tos suspensivos...

No ser tan malhablado, cojones.

Despilfarrar cariños con quienes realmente los aprecien y guardar los que sobren en un tupperware apto para microondas.

No ponérselo tan difícil al alcohol cuando tenga que hacer su trabajo. Y al tiempo, cuando proceda.

Encontrar más personas y razones a las que admirar.

Quitarme la coraza cuando empiece a hacer bueno, a más tardar en verano.

Ponerme nervioso sólo cuando me quiten el aliento. Dejar de darle confianzas a la bilirrubina.

Quitarme centímetros de algunos sitios y ponerlos en otros (¿Qué pasa? Son mis propósitos y pongo lo que quiero).

Preocuparme por aquellos que son más pequeños que sus problemas, y dejar de echarme las manos a la cabeza por un par de chinas en mis zapatos.

Que no me dé vergüenza pedir gafas de cristal verde en un bazar chino.

Atreverme a escribir desnudo, ya sea exudando, vomitando, cagando, escupiendo, susurrando o eyaculando.

Leer mucho más y mejor.

Hacer más, pretender menos.

Hacer el camino de Santiago convencido de que me esperan a la vuelta.

Conocer mi mundo y sólo entonces, conocer el mundo. O puede que al revés.

Ponerme lentillas nuevas y comprarme un sonotone de la teletienda.

Aprender a nadar (bien bien) y/o a tocar la guitarra (mínimamente).

Dejar de tontear con Madrid y subir a su casa a tomar un café (y lo que surja).

Empezar a comer fruta, racionar el café, renovarle el contrato a la cerveza.

Asumir que el pasado pasó y lo llevo atrás en el maletero, envuelto en una alfombra vieja, mientras conduzco hacia el puente.

Encontrar alguna adicción perniciosa (y barata) que poder dejar el año que viene.

Pasar de puntillas sobre las brasas innecesarias. Propias y ajenas.

Ignorar un 90% de estos propósitos, para ahorrarme el trabajo el 1 de enero del 2012, copypasteando.

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