martes, 9 de marzo de 2010

Me sube la bilirrubina

Soy de rubor fácil, lo admito. Quien me conozca un poco soltará sorprendido: “¿Tú? No me lo creo”. Y quien me conozca (me refiero a ti, a ti y a ti) simplemente afirmará con la cabeza, despacito. Unos dicen que ir por ahí con mi extrema timidez es malo, me consta que otros lo ven como algo gracioso, o “qué mono”. Personalmente no creo que sea ni bueno ni malo, simplemente es lo que hay. A quien no le guste le quedan dos opciones: buscar un par de ladrillos y machacarse salvas partes, o invitarme a varias rondas de ron, por si mejora la cosa.

Últimamente me ha subido la bilirrubina en público en dos ocasiones. Una tuvo lugar en mi ya habitual sala de rehabilitación. Allí, de entre las cuatro fisioterapeutas que intentan llevarnos de nuevo al camino de la autosuficiencia física, hay una que me cae especialmente bien: la mía. La que me atiende, quiero decir. Tuve suerte en el sorteo, lo reconozco. Una mañana de insufribles torturas chinas siempre se hace más corta si te atiende una jovencita guapa y sobretodo agradable. Tanto que a menudo se me olvida que soy un tío cortado y nos la pasamos rajando largo y tendido. Y claro, cuando de repente unas cuantas camillas más allá otra de sus compañeras me gasta una broma, audible por cierto para el resto de la sala, me encuentro de repente observado por toda la sala, y mi timidez me recuerda que sigue ahí, que nunca se fue. Que encima llama a sus inseparables coleguillas, los colores de car, para ponerme entre ambos el rostro como el de un inglés en Benidorm a pleno julio. Es muy incómodo, de veras. No el saberse vergonzoso. Hace mucho que me admití a mí mismo, me enamoré y me pedí matrimonio. Me refiero a ser consciente de que tienes la cara como un tomate. En fin, tampoco es nada grave, me prometí fidelidad en salud y enfermedad.

El otro incidente fue muy distinto. Y aún cambio de color sólo con recordarlo. Ocurrió al volver a coger el tren después de mucho, mucho tiempo sin hacerlo. No recordaba lo agradable que me resultó siempre leer durante un trayecto de una hora mientras el sol entra por la ventana y me broncea el brazo a lo taxista. Pero no, el sol no tuvo nada que ver. Al parar el tren al final del trayecto luché como un jabato por procurarme una buena posición en la parrilla de salida, sabedor de que ahí baja el grueso de los pasajeros. Esto es fundamental para no verte inmerso en una marabunta humana que camina por el andén capaz de arrollarte si descuidas el paso. Así murió Mufasa. Además, en ese momento solo puedes estar en uno de dos bandos: el de la masa que avanza inexorable impidiendo bajar del vagón a quienes se han rezagado, o el de los propios rezagados que se juegan la vida y saltan entre la turba apresurada. En estas, mientras nuestro intrépido joven (si no te llamas “intrépido joven” a ti mismo, no esperes que nadie más lo haga) marcaba el paso triunfal junto al resto de vencedores, vio que un hombre de unos ochenta años, boina y bastón procuraba bajar de su vagón, sin acabar de conseguirlo. Apoyándose únicamente en el bastón, este le temblaba tanto que no le daba la suficiente seguridad para dar el paso decisivo. Junto a él otra anciana, posiblemente su señora, libraba ferozmente su lucha personal con el pasamanos. Demasiado tenía ya con lo suyo.

Yo iba aproximándome a su posición con mi cara de “ay ay ay” deseando mentalmente que tuviera éxito y no se despanzurrara justo a mis pies. Pero no. Pasé por delante y la cosa no había avanzado. El bastón seguía bailoteando, y su pierna derecha no hacía más que tímidos amagos de bajar, muy a lo Chiquito. Un servidor, que lo había rebasado ya por bastantes metros, se dejó puesta la cara “ay ay ay” y siguió deseando no oír el ruido de la caída. Y mi hombrecito de dentro intentaba tranquilizarme. “Tranquilo, alguien le habrá ayudado ya a bajar… no como tú”. Bastardo. Claro, con esas tuve que girarme para comprobar que no, mi hombrecillo se equivocaba. Ante esa escena, la ajetreada turba tuvimos los santos cojonazos de mostrarnos totalmente indiferentes. Que la mañana pasa rápido y hay que hacer muchos recados. Si no es el problema de todos estos, tampoco es el mío. Por mi parte me quedé parado unos instantes, aguanté un par de empellones y decidí retroceder, comiéndome unos cuantos más. Y llegué. Intentando sonreírle, le cogí del brazo y le ayudé a descender lo que tardé en decir “¿Le echo una mano maestro?”. Ya abajo me miró, me echó una sonrisa agradecida, amplísima, y comentó algo sobre lo altos que hacen hoy los puñeteros trenes. No me enteré muy bien, la verdad. Para ese entonces varias personas se habían parado viendo la escena y mi cabeza parecía la bombilla de un burdel.

El “no hay de qué” lo solté unos pasos después de haberlo dejado en tierra firme y tras una última sonrisita tímida, caminando y blasfemando decididamente. Mirando ahora al resto con una mezcla de desprecio y rabia. Avergonzado precisamente de que la única ayuda del anciano hubiera venido de un tipo antisocial, malcarado y de virtudes más bien escasas. Si las esperanzas de una persona débil dependen de alguien como yo, apaga y vámonos.
Para nada soy un buen samaritano, nada más lejos. Soy un cabrón con pintas que no abre la boca casi nunca y va a lo suyo. Pero no imbécil. Considero que ayudar a un mayor a bajar un escalón, o cederle el asiento en un metro, o simplemente ser educado y hablarle de usted, es echarle una mano a tu yo futuro. Porque amigo, ahí llegaremos todos. Con suerte. Y no te confundas, no hay base para pensar que un anciano tiene que ser necesariamente buena persona. Si nos ceñimos a las probabilidades, existen muchas de que habrá sido un hijo de puta cuando pudo permitírselo. Abundaban ayer lo mismo que hoy. Añádase que los de esa calaña suelen llegar a viejos honorables, en cambio a la buena gente le va peor. Pero una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Si yo trato con cierta consideración a una persona mayor, es más probable que cuando yo llegue, si es que llego, alguien lo haga conmigo. Y si no lo hacen tendré derecho a protestar patalear y cagarme en la leche que le dieron a la juventud, y con justicia. Al menos eso no me lo quitará nadie. Pero también puede ser que algún niño me viera ese día en el andén, y cuando dentro de cuarenta años sea yo el que intenta bajar de un tren, que seguro que será bastante más alto (si ya ando rezagado en la media de altura española, para ese entonces no quiero ni pensarlo), tenga grabado desde entonces que ayudar a otra persona que no puede valerse a menudo cuesta una puta mierda.

Maldita sea, hasta el malísimo Philip Seymour Hoffman se lo echó en cara a Tom Cruise en Misión Imposible III: “El carácter de alguien se puede adivinar por la forma de tratar a los que no tiene porqué tratar bien”.

viernes, 5 de marzo de 2010

¿Pero esta no era la puerta del baño?

Entonces, ¿qué es este sitio?

Vuelvo a estar por aquí. Han pasado muchas noches, muchos días y muchas cosas desde la última vez que escribí: Gran Hermano se “reinventa” autoalimentándose con su propio vómito, algunos gobernantes han empezado a insinuar que para salir de la crisis nuestros mayores a punto de jubilarse tendrán que seguir doblando el lomo un par de añitos de nada, y en la capital del Turia comienzan a oírse los primeros petardos y “mascletaes” (que pondrán en serios apuros la grabación del corto en la que nos encontramos inmersos). Claro, como es lógico (no debería serlo), hay cosas mucho más importantes. Huelga decir que en partes del mundo que a algunos nos parecen remotas hay gente pasándolo mal, realmente mal, y cuya maltratada realidad abofetea a la nuestra sin saberlo recordándonos que nuestros problemas no son tantos como pensamos. Maldito el alivio, por cierto. Eso me da cierta perspectiva sobre algunos cambios y giros dramáticos de guión que ha habido en mi vida personal (cámbiese “entra en escena hermano gemelo malvado al que diferencia el parche del ojo” o “…y descubre horrorizado que él mismo era su propio padre venido del futuro para casarse consigo mismo” por “no te puedes fiar de nadie”, y ahí lo tienen) que me habían persuadido a dejar esto del blogueo por un tiempo. Pero sobre esto nadie me sacará una palabra más… a no ser alcohol mediante, bien acompañado y a partir de la hora en que los gremlins no deben comer.

En lo positivo, también hay mucho que contar siempre, porque obviarlo sería de imbéciles. Y un servidor admite ser bobo, ignorante, primo, pringadillo, atolondrado, lechuguino e inmaduro. Pero de imbécil nada. Y que ante casi todas las pérdidas siempre hay nuevos hallazgos lo sé hasta yo. Mientras dices “adiosito” con una manita, cleenex en mano, puedes estar seguro de que con otra has de prepararte para saludar gente nueva (sorprendentes descubrimientos casi siempre), o viejos conocidos que se levantan del banquillo, calientan un poco y se te meten en el partido intentando hacerte un buen pase de gol. Lo dicho, gratas sorpresas.

Que nadie se asuste, no me he vuelto un entusiasta de Paulo Coelho o Jorge Bucay. Y no, tampoco me he puesto al día con todos los power points pastelosos que envían los conocidos por correo, desde la impunidad de la distancia. Es más, ni siquiera estoy hasta las trancas de cafeína (no he podido repetir, acabo de tomarme la última cápsula de Nespresso, ¿qué será de mí mañana?). Simplemente me he puesto a comprobar que todo lo necesario para este innecesario blog sigue operativo: el teclado funciona bien, mis dedos aún recuerdan el método de mecanografía, el puf de mi sofá conserva el sutil hueco de ambas nalgas… Y una vez metido en menesteres, me han cruzado estos pensamientos por la cabeza. Y aquí están, divagaciones buenrolleras plasmadas en la pantalla, que lo mismo podían haber tratado sobre la excelente y variadísima filmografía de mi admirada Gianna Michaels, de haberme pillado en otra franja horaria. Por ejemplo.

Y ahora, querido lector, es cuando tú dices: “¡Maldita sea! Tres párrafos para decir que ha vuelto”.
PUES SÍ.