domingo, 8 de agosto de 2010

UN DOMINGO TONTO

Las paredes de mi casa amenazaban con caerme encima, pero no de golpe. Como de costumbre, iban desplomándose tácitamente. Pero ya nos vamos conociendo y he optado por salir de casa. Sería muy triste protagonizar una noticia como “tras un derrumbamiento ficticio, los bomberos figurados han encontrado la carcasa de un joven de treinta y dos años bajo los restos de sus paredes imaginarias, en vano han intentado encontrar vida interior, para cuando han intentado trasladarlo a la cafetería más cercana ya lo habían perdido”. Me he calzado un café doble con hielo, he cogido el casco y he saltado a la grupa de mi moto, que me esperaba fielmente en la puerta.

En estos casos, mi plan suele limitarse a sentarme en el banco de un amplio paseo de mi ciudad, donde por las tardes el sol broncea, a leer y/o escuchar música. Hoy la elección ha sido “Aproximaciones” de Pereza y “El muro” de Jean Paul Sartre (sí, lo sé, ¿y?). Mientras el café hacía su efecto en mí, valoraba la posibilidad de retomar esta tarde el monólogo que vengo intentando acabar tiempo ha, una obrita de teatro que le prometí a una amiga y que las circunstancias novelescas de mi vida recientemente me obligaron a aparcar y, de paso, añadir algunos granos de arena prescindibles a mi blog. Llevaba dando vueltas a algunas entradas, con temas tan inconexos entre sí como los cojones con el trigo (que diría el bueno de Gallego, el encofrador), cuando ha cruzado la respuesta justo por la acera de enfrente. Un hombre de unos cincuenta años corriendo. Hay que decir que el paseo es frecuentado por gente ataviada con ropa del Decathlón y su mp3, que sale a correrlo un par de veces (o señoras de mediana edad, en grupos de a tres, con la camiseta perfectamente remetida bajo el pantalón del chándal, subidito). Pero no era el caso. El señor iba con ropa cómoda, pero no daba la impresión de que hubiera salido de casa dispuesto a correr, no sabría decir bien porqué. Y lo más peculiar era su forma de correr. Si la coronilla de un corredor fuera dejando tras de sí una estela, dibujaría una onda propia de los altibajos de sus zancadas. En este caso, esa coronilla concreta hubiera marcado la linea más recta que una coronilla dibujante sería capaz de dejar. Se desplazaba a una velocidad bastante alta, pero era como si patinara sobre la acera, aunque sin arrastrar los pies. Como si pasara de puntillas aun con la planta completa, esperando que el suelo no se percatara de su presencia. Y sobretodo, como si persiguiera a alguien intentando pasar desapercibido o no quisiera que le localizara su perseguidor.

Y precisamente sobre eso pensaba escribir antes de ver al susodicho. Sobre pasar de puntillas. Por la vida, ya sea entera o por alguna de sus partes. Conozco gente que puede deslizarse sobre las brasas de una vida amorosa sin apenas quemarse la planta del pie. Otros apenas dejan huella sobre una vida mínimamente social, y sé de algunos que laboralmente nunca han pisado más de unas décimas de segundo sobre el mismo trabajo, o la misma zona geográfica. Siempre me han provocado curiosidad las distintas posibles razones, sobretodo porque yo soy uno de ellos y aún así las desconozco. Posiblemente en muchos casos dependerá de la forma de ser, o de las circunstancias. Pero al ver al presunto perseguido/perseguidor he caido en la cuenta, tal vez no siempre sea elección propia, al menos conscientemente. Quizás sea prisa por llegar lo antes posible a una etapa vital anhelada, donde poder instalarse confortablemente todo el tiempo que sea posible. O tal vez alguna anterior vaya pisándoles los talones y quieran dejarla atrás cuanto antes. No sé. Pero lo justo sería que ellos también lo escribieran en sus respectivos blogs, que aquí el que se pringa siempre es el mismo, aunque lo haga desde la tercera persona del plural.

En estas estaba yo, cuando he caido en la cuenta de que era demasiado rato de sol en la cara y la tarde se volvía perezosa por momentos. He recogido metódicamente mis bártulos (libro, mochila, casco, guantes, gafas de sol, un bostezo) y al callejear un rato más con la moto antes de guardarla me ha sorprendido que prácticamente toda la ciudad estuviera inquietantemente vacía y silenciosa, demasiado incluso para ser un domingo caluroso de verano a media tarde. Por un momento (lo juro) he visto cruzar delante mía arbustos rodantes, señoras preocupadas con amplios vestidos recogiendo a sus niños churretosos ante la llegada al pueblo de forajidos, y hojas de ventana desvencijadas chirriando al batirse al antojo de la escasa brisa, mientras yo rodaba a lomos de mi Lola por mitad de la avenida, al ralentí, “popp-popp-popp” mirando directamente al atardecer con los ojos entornados. Dios, lo que hubiera dado por salir de casa con un poncho mugriento y un puro en la boca.

Y claro, he llegado a casa con tal complejo de Clint Eastwood que ya de antemano sabía que el tema del blog hoy se me iría por los cerros de Úbeda. Qué tarde más tonta.

..

miércoles, 4 de agosto de 2010

TENGO UN AMIGO

Tengo un amigo que anoche soñó contigo. Estaba tumbado en la cama bocabajo, a punto de quedarse dormido después de comer, cuando oyó un ruido en el pasillo y se levantó de un salto. Eras tú, asomando la cabeza por la puerta. Él no cabía en su asombro pero tú le explicaste que en una ocasión te hiciste copias de la llave, por si acaso. Y que había llegado el momento de usarlas. Que ya estaba bien de tonterías, que de repente lo veías todo claro. Mi amigo no las tenía todas consigo, incluso te pellizcó en la mejilla, sin mucha fuerza. Creo que ese fue su error, debió pellizcarse él mismo hace mucho. Finalmente le convenciste de que estaba despierto, e hicisteis el amor. Al acabar decidisteis salir a la calle. Comenzaba a anochecer pero queríais caminar un poco cogidos de la mano. Cuando salisteis del portal tú desapareciste. Él comenzaba a despertar, y cuando lo comprendió todo no pudo parar de llorar. Mi amigo nunca aprende.

Tengo un amigo que insiste en que las mujeres que se dejan atrás son como las cicatrices. No las relaciones, las mujeres. Dice que aunque siempre estarán ahí, llega un momento en que dejan de dolerte sin que te des cuenta. Yo no lo veo tan claro. Donde ahora tienes una cicatriz antes tenías una zona totalmente normal. Antes de que te dieran catorce puntos de sutura en el antebrazo, por ejemplo, no tienes recuerdos maravillosos de esa parte de tu cuerpo. No te vienen a la memoria momentos inolvidables con tu antebrazo sano e inmaculado. No valorabas su normalidad hasta que te lo cosieron en urgencias porque el cristal de una puerta casi divide tu nervio radial. Podría decirse que no hay nada que echar de menos. No así con quien has amado. Donde ahora te deja una fea marca, antes hubieron sensaciones increíbles, que por el contraste te afean aún más la piel. Una cosa es que deje de dolerte algo que siempre te dio igual, y otra muy distinta despegarte con un fuerte tirón de alguien por quien hubieras dado todo. Claro que yo no puedo hablar con claridad al respecto, soy de metal. Y de una aleación muy poco común, además.

Tengo un amigo que defiende a capa y espada que el amor guarda demasiadas semejanzas con una enfermedad, como para considerarlo algo positivo. Afirma (yo he sufrido en primera persona alguno de sus discursos) que cuando estás enamorado tu sentido de la percepción se altera completamente, todo lo concibes de un modo distinto. “Cuando vuelve el amor como por encanto, todo el mundo parece más guapo y mejor, y es más difícil distinguir al enemigo”, canta el Lichis. Pues eso, que estás con el culo al aire. Además, por mucho que defiendas tu rudeza y tu gran personalidad, el amor te cambia la personalidad. Que sea para bien o para mal, esa es cuestión aparte. Hay que añadir que el amor siempre hace daño cuando se acaba. Porque siempre se acaba. De hecho, según ciertos estudios la duración media de la pasión en una pareja es de unos cuatro años y medio (otra cosa es cómo coño se calcula algo así). Eso significa que cualquier relación amorosa, esté por encima o por debajo de la media, tiene fecha de caducidad. Y cuando acabe dolerá, como mínimo a uno de los dos. Es decir, una enfermedad, con su tiempo de convalecencia y todo lo demás. Si algo es seguro es que el amor no es como creemos, o como queremos creer. Está totalmente alejado de los bonitos ideales que se nos venden en películas, novelas y libros. Y así nos lo propagan.

Tengo un amigo que, cuando alguien le argumenta que a pesar de todo el amor tiene sus momentos buenos que compensan la posible pérdida posterior, le responde que también en un casino se gana a veces. Pero a la larga, el cero que desequilibra las posibilidades en la ruleta hace que a la larga siempre acabe ganando la casa.

Yo no digo que mi amigo tenga toda la razón, claro. Sé que está un poco jodido. Pero admito que desde mi punto de vista de androide, es una de las personas más coherentes que he conocido.

..