domingo, 19 de agosto de 2012

El Cuarto




Si la vida es cambio, mi cara es pura vida. Soy un caso médico prácticamente único en el mundo. Digo prácticamente porque a estas alturas sólo se tiene constancia de otras tres personas con la misma afección, pero sencillamente desaparecieron. No llegó a hacer un estudio como es debido con ellas, acotando los parámetros requeridos para establecer distintas pautas de estudio, especular con posibles causas y diagnósticos preliminares , etc. Eso me convierte en un ejemplar único, tanto que ni existe todavía nombre oficial. Eso sí, los médicos tuvieron desde el primer momento la gentileza de darme un apodo temporal, que me niego a repetir aquí. No creo que llegue a conocer el definitivo, sé que un día me hartaré y desapareceré. Y en alguna otra nota como esta, para alguien, yo seré el cuarto.

No entraré en muchos detalles. Básicamente, sin que se tenga una idea ni siquiera aproximada de la causa, mi metabolismo altera constantemente mi masa muscular. En realidad esto le pasa a todo el mundo de forma imperceptible. Lección  básica: si cualquier músculo del cuerpo se trabaja, se fortalece e hipertrofia. Si no, inmediatamente comienza la atrofia. Siempre avanzamos o retrocedemos, subimos o bajamos, vamos ganando o vamos perdiendo. Nada permanece completamente estático. En mi caso esto es más cierto que en ninguno, pero de forma mucho más rápida y arbitraria. Me levanto una mañana hecho un alfeñique, y puedo necesitar un pijama dos tallas mayor al acostarme. O  al revés. Por suerte suele ser bastante proporcionado, es decir no me aumenta un cuádriceps  y mengua el otro, por ejemplo. Lo que concierne al volumen corporal no me preocupa demasiado, se puede disimular si eres mañoso vistiéndote y algo previsor. Con la cara es peor. Cambia inexorablemente, a tal ritmo que nadie es capaz de reconocerme si me pierde de vista unas pocas horas. Es lógico, cualquier rasgo depende de factores minúsculos. Como desconozco el rostro que tengo en un determinado instante, no sé cómo estoy reaccionando a una conversación.  Perdí la destreza de arquear las cejas cuando me cuentan algo asombroso, o fruncir el ceño en otra circunstancia. Por lo general opto por mostrar una expresión neutra. Cualquiera diría que soy el hombre de los mil rostros, pero les más acertado afirmar que soy un hombre sin un solo rostro. Hace mucho tiempo que evito por todos los medios mi reflejo. Hasta que dejé de mirarme en los espejos, recuerdo que rara vez llegaba a generarse un rostro desagradable o grotesco, pero esas pocas ocasiones fueron realmente alarmantes. El cambio las distintas partes suelen combinarse siguiendo unos patrones más o menos cíclicos, aunque muy difíciles de prever. Incluso el cuero cabelludo hace mutar mi peinado. Y el tono de mi voz se altera al mismo tiempo  que lo hacen mis cajas de resonancia.

Que mis colegas de cara cambiante desaparecieran no es difícil de entender. De hecho, creo que ni siquiera se fueron muy lejos. Igual que ellos en sus respectivas, yo soy un nómada en mi ciudad. Es imposible llegar a pensar que te has construido una vida, estés donde estés. Conservar un círculo de amistades o tan siquiera conocidos, tener un trabajo estable o pagar en un supermercado con tarjeta son tareas sencillas que yo tengo vetadas. Legalmente me es imposible conducir más de unas horas con los papeles en regla. Por otra parte, el abono mensual de transporte público incluye foto de carnet. O el de la biblioteca pública. No puedo realizar prácticamente ningún trámite bancario por razones obvias, así que todo mi capital duerme conmigo en metálico. Los vecinos están convencidos de que subarrendo la vivienda a cantidades escandalosas de inquilinos, distintos todos, claro. Y cuando llaman a la policía, que lo hacen periódicamente, mostrar el  pertinente papeleo médico y responder las mismas preguntas curiosas de los agentes se convierte en un ritual cada vez más tedioso. Parece mentira, pero en esta era informatizada aún hay demasiadas cosas que se reducen en su forma más básica a algo tan palpable como es el rostro que se te concedió.

No siempre fue así. Hasta la adolescencia tuve una cara bastante común. Ni feo ni guapo. Mi mote en el colegio ridiculizaba mi apellido, prueba inequívoca de no tener ningún rasgo especialmente destacable. Fue en el instituto cuando comenzó a  acentuarse. Se hizo totalmente evidente cuando nadie fue capaz de reconocerme a mi vuelta a clase después de una convalecencia de diez días por un esguince. Para los pocos extraños que llegaban a tener conocimiento de mi particularidad, no dejaba de ser una anécdota divertida. Mi familia en cambio nunca lo soportó, y no les culpo. Lo intentaron, pero si lo piensas bien, caminar por la calle sin saber si acabas de cruzarte con tu hijo o hermano sólo porque un desconocido te ha sostenido la mirada un instante, no ha de ser fácil. Y desayunar día tras día con un extraño acababa alterándoles por completo. Me querían, y yo a ellos, así que opté por alejarme cuanto pude. Aunque no lo sepan, ahora mismo vivimos en el mismo distrito postal.

Bien, si estás leyendo esta fotocopia cobarde es porque eres una mujer de cuya compañía habré disfrutado las últimas cinco horas, calculo. Muy probablemente nos hemos acostado. Lamento no poder personalizar más  y ofrecerte este mediocre folio clonado como toda explicación. Después de diversas experiencias, he desarrollado una especie de método de despedidas rápidas para personas a las que he llegado a considerar especiales, que se reduce a este panfleto. En realidad los tengo divididos en varias modalidades: “Mujeres con las que intimo”, “Personas con que conecto en un evento social”, “Contactos por trabajo” (a estos no les ofrezco estas últimas explicaciones, claro) o sencillamente “Genérica”, con un resumen mucho más somero del que a ti te ha tocado, y no del todo cierto. Pero sin duda, si lees esto es porque decidí que merecías mucho más de mí que desaparecer de repente, sin dejar rastro, como acabo de hacer. Tristemente es cuanto puedo hacer. Por favor, entiende que a estas alturas de mi vida no me resulte solamente agotador, sino sencillamente imposible ofrecer explicaciones en persona cada vez. Probablemente nos cruzaremos en alguna parte, pero con toda seguridad no te pondré en el brete de hacértelo saber. Lo he probado anteriormente y créeme, nunca funciona. He apreciado enormemente tu breve compañía, y te agradezco que me hayas conocido un poco. Nos vemos.

El Cuarto

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miércoles, 11 de julio de 2012

YA!






Compañero, estoy harto. He alcanzado mi límite. He llegado a casa apretando los dientes. Bombeando bilis por sangre. Qué voy a contarte que no sepas. Aún así, por favor préstame dos minutos. Es muy importante. Sólo esta vez.

Hoy nuestro gobierno, en minúsculas, ha dado otro paso más. Ha vuelto a suceder. Nos la ha metido otros centímetros. Y aún le queda mucho por meter. Está introduciéndonos poco a poco en un sistema totalitario, en una dictadura. Hacen y deshacen a capricho, y se aplauden entre ellos. Hoy vuelve a ser patente que gobierna el capricho, la avaricia, la maldad casi absoluta. Hoy una panda de incompetentes y delincuentes legales se orina en todo aquello por lo que luchaban nuestros padres y abuelos, por lo que lloraban, por lo que sangraban, mientras sus antepasados descansaban a la sombra del porche en su cortijo.  Nos quitan derechos, uno a uno. Sin piedad. Sin pausa. Nos arrebatan los derechos básicos, joder. Nos empujan a un desempleo causado y mantenido por ellos, y nos rebajan la prestación que nos deben, que nosotros pagamos cuando aún podíamos trabajar. Los mismos que prometieron que no, que eso jamás, nos aumentan los impuestos de una forma asquerosamente cínica. Nos mienten a la cara, nos ahogan, y nos niegan el derecho a expresarnos, ni siquiera pacíficamente, so pena de cárcel. Y por otra parte, las concentraciones y pataletas en las plazas del ayuntamiento han quedado en el olvido a las pocas horas. Además es una lucha desigual que no podemos mantener de forma regular. A nosotros nos desgasta, a ellos les hace más fuertes. Y aún cuando parece que no puede ser peor, sabes que una semana después volverán para robarte lo que aún escondías bajo el colchón. Lo trágico es que no son tontos. Nos someten paulatinamente, para que vayamos acostumbrándonos a su tiranía, y que cuando no podamos más sea demasiado tarde, porque ese día tendremos la nariz en el barro y ni siquiera soñaremos con levantar la cabeza, ocupados como estaremos en conseguir respirar. Pero no cometas el error: no atribuyas su desfachatez al Principio de Hanlon, o estarás siendo TÚ el protagonista del susodicho. No son tontos. Son despreciables, y su intención clara y nada sutil es quitarnos todo.

Personalmente me siento impotente. No puedo protestar, no puedo sacar la guillotina a la plaza del pueblo, no puedo mirar a los ojos a sus perros armados con porras, trajes reforzados de kevlar y escudos de metacrilato. Y limitarme a transcribir mi rabia e impotencia a las de las redes sociales me hace sentir inútil y gilipollas. Y sé que a ti también. Por otra parte, quedarnos callados, agachar la cabeza bajo su mano es la verdadera tragedia de todo esto. Somos hombres. Somos mujeres. Necesitamos poder mirarnos a la cara. Y necesitamos que nuestros hijos puedan mirarnos mañana sin reprocharnos que comen las migajas que no quieren las gaviotas, por nuestra cobardía pasada.

Lamento confirmar lo que sabes, no conozco una forma de cambiar esto. Pero conozco una forma de no quedarme callado, de hacerme oír. Es hora de actuar. Empecemos por ALGO, lo que sea. Pero arranquemos. Somos capaces de grandes cosas,  somos muchos.

TE PROPONGO LO SIGUENTE: 
NO ES NECESARIO CAUSAR DAÑOS PERSONALES A NADIE (NI SIQUIERA A LOS QUE APENAS MERECEN EL TÉRMINO "PERSONAS"), PERO SÍ PINCHAR LOS HUEVOS AL GOBIERNO. TIENEN COSAS MATERIALES. TOQUÉMOSELAS. HAGÁMONOS OÍR, QUE AL MENOS SEPAN QUE ESTAMOS AQUÍ, QUE NO NOS CALLAMOS. SOMOS MÁS, TENEMOS CABEZA, TENEMOS PUÑOS, TENEMOS PIERNAS. TENEMOS DIENTES, HOSTIA. A PARTIR DE HOY, MÁRCALES TÚ A ELLOS ALGO SUYO TODAS LAS SEMANAS, IGUAL QUE NOS HACEN A NOSOTROS. ALGO ESTATAL. ROMPE UNA PAPELERA SEMANALMENTE. RALLA UN COCHE DE POLICÍA. DESTROZA UNA FAROLA. QUE QUEDE CLARO QUE NO ES SIMPLE VANDALISMO SIN SENTIDO, IDENTIFIQUÉMONOS DE ALGÚN MODO. ESCRIBE “YA!” CON SPRAY EN UNA PARED DEL AYUNTAMIENTO. EN UNA ESCUELA PÚBLICA. EN EL CAMIÓN DE LA BASURA. EN EL GUARDARRAILES DE UNA CARRETERA. EN UNA SEÑAL DE TRÁFICO. EN EL ASFALTO DE TU CALLE, QUE TAMBIÉN ES SUYO. DONDE SEA. LO QUE SEA. GRANDE O PEQUEÑO, PERO ESCRÍBELO. MARCA TU DESACUERDO. GRITA, COJONES. NO TE QUEDES DE BRAZOS CRUZADOS, POR LO QUE MÁS QUIERAS. TE LO SUPLICO. SI TÚ NO LUCHAS, DIFICULTAS MI LUCHA. SI TE CALLAS A MÍ ME CUESTA MUCHO MÁS CHILLAR. SOMOS MILLONES, JODER, ¿ES QUE NO NOS DAMOS CUENTA? DEBEN TEMERNOS ELLOS A NOSOTROS, Y NO AL REVÉS. ESTAMOS DEJÁNDOLES QUE PIENSEN QUE PUEDEN MANEJARNOS A SU ANTOJO. Y NO. SOMOS SUS JEFES, NO AL REVÉS. QUE NOS OIGAN. ES MUY FÁCIL. TENEMOS LA CAPACIDAD DE LANZAR UN MENSAJE REGULAR, ALGO QUE NO DEPENDERÁ DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN, ALGO QUE SEA PATENTE EN LA CALLE, A DIARIO, EN CUALQUIER CIUDAD.

Yo empiezo hoy, como mínimo todas las semanas, evidentemente sin subir fotos de MIS acciones (pero sí de otras totalmente ajenas a mi persona, por ley puedo fotografiar en la calle lo que quiera). Si no reaccionas ahora, llegará un punto en que ni siquiera escribir estas cosas será posible. No esperes a verte sin acceso a Internet. Que no llegue el momento en que un tipo uniformado decida si puedes leer una hoja impresa o no. Eso ya nos ha pasado antes, no volvamos atrás. Sé que rallar una pared o marcar una farola no va a cambiar nada. Sé que piensas que apenas es estirarle del pantalón al poderoso mientras estás bocabajo en el suelo. Pero si lo haces con fuerza, si lo hacemos con fuerza, podemos conseguir que se tropiece, te lo aseguro. 

Por favor, por favor, por favor, pienses hacer algo o no, como mínimo DIFUNDE ESTO. Hay miles de formas de hacerlo hoy en día, estamos en la era de la comunicación. Pásalo, coméntalo a todos, pónselo en el puto muro del Facebook. Da igual si copias el link, si copias y pegas, si quieres añadir algo. Te juro que no es afán de protagonismo. Da igual quién lo haya escrito, el mensajero no es importante, pero el mensaje sí lo es. Es casi vital, o acabará siéndolo algún día. Por tu dignidad, por la de las personas a las que quieres. Por tu pan. Por tu techo. Por tu trabajo. Y el de los tuyos. Y si esto ha llegado a tu muro sin haberlo solicitado y te molesta, te pido perdón. 

Yo creo que ha llegado el momento. ¿Y tú? ..

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viernes, 30 de marzo de 2012

Encofrador


Señor Banquero:


Acabo de cumplir 34 años. He sido aprendiz de pintor de brocha gorda. He limpiado los servicios de una estación de servicio. Me he sacado unas monedas en verano rascando mosquitos en los parabrisas del parking de un restaurante. He sido chico de gasolinera, y camarero de terracita de verano. Me he desollado los brazos en una empresa de limpieza industrial de alfombras. He cantado en una orquesta. Fui ayudante de programación de ordenadores en una cadena de autoescuelas. He trabajado vendiendo teléfonos móviles a pequeños y medianos comercios, seguros de todos los colores a puerta fría, aspiradoras de medio millón de las antiguas pesetas a domicilio y sistemas de ósmosis inversa doméstica. He subido a puros huevos por las escaleras muchos sacos de cemento de 50 kgs. (sí, antes de que se prohibieran pesaban eso), me he deslomado once horas diarias en pleno agosto echando hormigón codo a codo con mi hermano a ocho pisos de altura cuando ambos éramos encofradores enjutos y tostados. Y también aguantamos juntos muchas jornadas enteras bajo la lluvia, calados hasta el orto, sin otra cosa que un termo de café caliente a pachas y unos bollos. Y bajo alguna nevada también. He dirigido una cuadrilla de técnicos empalmadores de cable de Telefónica, trabajando colgados como monas en postes, o en las cloacas más infestas, en turnos de 12 horas/6 días por semana. He montado grúas torre a 27 metros de altura, y algunos montacargas más altos. He trabajado en el sector de las artes gráficas, imprimiendo etiquetas autoadhesivas. He sido actor de reparto en una serie para las televisiones autonómicas. Imité voces de famosos en un magazine matinal de radio, cuando la gente escuchaba la radio. He sido ferralla, he sido gruísta y he sido capataz de obra, organizando a casi un centenar de encofradores, albañiles, pintores, escayolistas, ferrallas y demás operarios que cobran a destajo capaces de invitarme a una cazalla en el bar después de la jornada o de despedazarme si mi falta de capacidad afectaba a su bolsillo. He construido puentes en plena ola fría de enero en Zaragoza, con una luxación de hombro y una costilla fisurada, metido hasta las rodillas en el fango a ratos. He sido actor de teatro. He trabajado cargando camiones en una fábrica, y de mozo en un almacén de naranjas. He vendido tarjetas American Express por teléfono y más tarde en persona en la terminal de un aeropuerto. Y hasta me ha dado tiempo para cobrar el paro, o la baja laboral, cuando mis hombros o mi espalda han dicho “dame un respiro, macho”. Ahora tengo la suerte de trabajar sentado (dando la cara al teléfono por un banco precisamente), con aire acondicionado y un techo, rodeado de mujeres bellas e inteligentes (vale, hay de todo), y en general de muy buena gente. De hecho, tengo la suerte de trabajar. Con la vida laboral que me envían a casa podría forrar su puto Audi.

Literalmente he visto morir gente delante de mis narices, entre ellos mi mejor amigo y hermano (por suerte sólo un rato, ¿eh Cimarrón?). Yo mismo he estado a un trís de quedarme muñeco algunas de esas veces. Ya con pelos en los huevos, me he tragado alguna lagrimita cuando mi padre, albañil desde mozo y oficial de primera, ha fingido que no tenía más sed al acercarle yo el botijo, para que a mí me quedara el último trago. He podido mirarle con orgullo infinidad de veces, y espero recibir algún día la misma mirada de mis hijos. A usted sólo le mirarán así cuando elija el Radio-Cd de gama alta entre los acabados de su Volvo, o en alguna jugada aceptable de pádel (todo un hombre, ¿eh?). A veces he tenido que despedir gente, y otras he sido yo el despedido. Pero mejor o peor, siempre he tenido los cojones para afrontar lo que se me exige en mi trabajo, o pagar las consecuencias. Yo he hecho cosas. He construido cosas. Usted no ha hecho una mierda. Jamás. Ha vivido de las migajas de gente como yo. De sudores ajenos. Ha tenido la desfachatez de negociar (mal) con ellas, disfrutando de las ganancias que le han proporcionado, pero exigiéndome que afronte exclusivamente las pérdidas que su arriesgada e inmoral gestión se han ganado a pulso. Y encima sugiere que he vivido por encima de mis posibilidades. USTED ha sido chapucero y avariento, y como consecuencia NOSOTROS estamos hasta el cuello de estiércol. En la categoría profesional de mi nómina he leído muchísimas cosas. En la suya podría poner “parásito” con el total amparo de la R. A. E.

Honestamente pienso que toda vida humana tiene valor, pero yo a la suya no le daría un 2 ni en Navidad. Espero que nunca tenga la mala suerte de que un día, un descerebrado que ya no tiene nada que perder y que haga a los de su calaña (usted no merece la palabra “gremio”) responsables, se despierte y le otorgue personalmente un cero. O al menos, que el tipo no tenga acceso a escopetas de caza. Bueno vale, y si es así, que el bar donde suele meterse varios sol-y-sombras hasta que se pone cabezón y se le calientan los morros y el seso, no esté de camino a la sucursal donde usted “trabaja” habitualmente. Bah, qué carajo, y si pasa, pasó. Yo no le lloraré.

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miércoles, 29 de febrero de 2012

Uñas



Me harté de ver espejismos en mí, en ti, en todos. De esperar, de imagina que sentía, de decidir que no decidiría y de que no te decidieras por mí. De que la prensa me amargue el café solo de cada mañana, recordándome que estamos acabados. De que mis virtudes fueran relativas, pero mis defectos absolutos. Me cansé de “no debería quererte”s. Me cansé de mí, me cansé de todos, me cansé de no cansarme de ti. Me hastié de que a mis saltos sin red se les pidiera otro mortal más. De exigencias razonables. De que las noches hablen, pero los días callen como putas preocupadas. Me aburrí de morderme las uñas, y de las voces de detrás de la pared. De acallar rugidos, de ignorar zumbidos. De cerebros que se alejan e intestinos que estrangulan. De luces de neón silenciosas. De rutinas a pie de calle, de paseos por Gran Vía que corren lejos. Me cansé de añorar, de gritar mudamente cómo sólo sé. De tener las uñas enteras y clavármelas en las palmas. De valorar lo que no tiene precio. Me harté de estar lejos de mí, de sacarme los ojos desde dentro. De ignorar si rugía mi estómago o el tuyo, el suyo. De gente que no mira, de reproches grises, de que nadie insulte cuando hay que hacerlo. De no dar la talla. De que mis venas extrañen tu vello. De baúles de huesos y fibras y pelo que se cierran y no se miran hacia dentro. Me empaché de Arial 12, de mierda entre las teclas, de parpadeos. De roces caducos, de fragancias prestadas y fragancias robadas. De hormigón fresco, de aceros oxidados, de carnes trémulas abiertas en canal que prometen remiendos perfectos. De remedios industriales transformados en gramaje que llevar en la cartera. De anestesias de tinta. De nudillos suaves. De tapices que huelen a humo. De la gente sonriente atrincherada en su madriguera. De quien intenta frenar corriendo cuesta abajo. De acordes absurdos. De herirme la cabeza para arrancarme costras. De hacer excursiones para respirar azufre.

De saltos de párrafo. De vientres tensos. De vómitos, de espasmos. De a quien le guste esta mierda.

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martes, 14 de febrero de 2012

Sol

En el momento preciso en que los noticiarios del mundo entero abrieron con la noticia de que teníamos los días contados, mi madre me alumbraba ignorante en el paritorio de un hospital que ya no existe. Mi padre en cambio jamás recuperó la expresión con la que entró aquel día en la sala de espera. El titular corrió como la pólvora a través de televisores, monitores de dimensiones desorbitadas en las fachadas de numerosos edificios y sobretodo dispositivos entre los que los teléfonos móviles habían quedado obsoletos. Nadie lo tomó como una tomadura de pelo, el escepticismo era un riesgo demasiado grande para cualquiera. No era que la vida en la Tierra corriera riesgo, o sencillamente que todo rastro humano pudiera apagarse hasta desaparecer. El planeta entero acababa de ser sentenciado, condenado a ser erosionado sin piedad por una cuenta atrás frenética, corriendo hacia el cero absoluto, todavía lejano.

En el último siglo, la Ciencia había desbancado con total superioridad a la mayoría de las religiones, que mantenían bajo mínimos su número de adeptos. Los adelantos más espectaculares se produjeron precisamente de puertas hacia fuera: los viajes espaciales desdeñaban hacía mucho la luna porque ya comenzábamos a colonizar varios planetas cercanos, se desentrañaron los misterios del universo con una concreción pasmosa, y entre otras cosas podía predecirse exactamente el comportamiento del Sol con cada vez más años de antelación. Esta ventaja llegó a su tope cuando un comunicado simultáneo en todo el planeta declaró afectadamente que en cuarenta y seis años, ocho meses y doce días, una tormenta solar de una dureza cuatrocientas veces mayor a la X, la mayor categoría conocida anteriormente, arrasaría el sistema solar entero en una fracción de segundo.

Contra lo que cabía esperar, no cundió el pánico. Después del lógico estupor inicial, por las reseñas de aquella época me da la sensación de que incluso se agradeció aquel toque de corneta. Cuarenta y seis años era más de lo que muchos nos hubieran dado en algunas épocas de inminente riesgo nuclear. Todo podía tocar a su fin en cualquier momento, y al menos ahora podíamos vaticinarlo con total exactitud. Inicialmente casi todas las religiones engrosaron multitudinariamente sus filas, al menos en los años siguientes a La Noticia. Otras en cambio, como las que ofrecían una existencia infinita compuesta por infinitas reencarnaciones, sencillamente desparecieron, ya no podían garantizar a los fieles un patio donde jugar. Pero incluso el éxito inicial fue un espejismo. Los Religiosos acabaron reconociendo que sin un mundo de vivos que lo alimentara, tampoco podía existir un mundo de no vivos. Sin contraste ni contrapartida, todo el mundo se sentía despojado en buena medida.Hasta los Científicos, que no esperaban una existencia tan prolongada como individuos, sí se alimentaban de la creencia en una evolución a una raza superior humana superior más lóngeva, más consciente de sí misma y de todo. Quasi perfecta.

Cuando entré en la adolescencia, recuerdo el cambio que produjo en la gente la fase de aceptación. Tanto fue así que aquel período de veintitantos años recibió el sobrenombre de “Años Perezosos”. Ya no corríamos hacia nada. Las guerras prácticamente habían desaparecido, en parte porque no habían religiones que necesitaran destruir a otras para asumir sus acólitos. Pero sobretodo fue desidia. Cada uno tenía más que suficiente con preparar sus papeles. Quienes en otras circunstancias se hubieran afanado en amasar una pequeña fortuna familiar que gastar en la jubilación, o que dilapidaran sus herederos, sencillamente vivían prácticamente al día. El crimen alcanzó mínimos históricos, se aunaban la mínima resistencia de las víctimas y la total desmotivación de los delincuentes. En términos generales, se delinquía en casos básicos de subsistencia a corto plazo, y el propio delito se producía más desde un clima de comprensión por ambas partes que por la fuerza. Al fin y al cabo, todos éramos el mismo. Al caminar por las calles, por fin nos mirábamos a los ojos, con honestidad y hasta con orgullo en muchos casos. Incluso parecía que el número de muertes “prematuras” por enfermedad, accidente o causas naturales remitía a ojos vista. No se trataba de que la Muerte se apiadara de nosotros, ni de economizar ante el premio gordo que le esperaba a la vuelta de la esquina. La explicación era totalmente racional: no habían prisas en la conducción, los trabajos de más riesgo casi desaparecieron o se realizaban sin plazos máximos de ejecución, y diversas afecciones ocasionadas por una alimentación voluntariamente deficiente o un estilo de vida apresurado se cambió por unos hábitos más pausados y placenteros. Solamente las enfermedades venéreas aumentaron un trescientos por ciento durante un tiempo, aunque finalmente se impusieron dos razonamientos fundamentales. En primer lugar, nadie quería llegar al fin del mundo arrastrándose decrépitamente. Y la más poderosa, la subyacente culpabilidad que experimentaría quien invitara a un ser inocente a un mundo ya extinto. Tampoco está demás admitir que ahora había tiempo de sobra para comprar condones. Como otros muchos padres, los míos tampoco se atrevieron a ocultarme nada de lo que sabían. Hoy en día es imposible ver niños por la calle, y los pocos que existen no se ríen nunca, tienen impreso en la mirada ese gesto lacerado cargado de gravedad y de rencor. De saberse breves. De proyecto fallido de humanidad.

Contrariamente a la sensación de decepción con que vivieron mis padres, responsabilizándose crónicamente por mis días contados, creo honestamente que por fortuna nací en el momento perfecto. Los de mi edad perdimos algunas cosas, sí. Pero puedo presumir de haber pertenecido a la generación más lúcida de la historia. Nacimos en A teniendo la total certeza de que llegaríamos hasta el punto B, que todo está estudiado y perfectamente planificado. Y que alguien se quedara en el camino, que muriera por causas ajenas a las solares, no pasaba de mera anécdota. Pudimos permitirnos una vida franca y relajada de aprendizaje. Hemos presenciado un nacimiento, el nuestro, y un ocaso, el universal. El Alfa y la Omega. En toda la historia, nadie jamás se ha preocupado menos que nosotros por el omnipresente sentido de la vida. Y sin un “¿adónde vamos?”, el “¿de dónde venimos?” se relegó al mayor de los absurdos. Tampoco nos ha tocado pisar el planeta durante una guerra, ni una crisis mundial. No nacimos en la oscura Edad Media, ni nos tocó el papel de víctimas o verdugos en un exterminio racial. Jamás vivimos aplastados bajo las incertidumbres que asolaron otras épocas.

Únicamente en los últimos años he creído experimentar un período menos optimista, quizá más sombrío y malhumorado. Y no se trata de la proximidad de La Ola, ni de que los suicidios hayan proliferado de repente como lo han hecho. No es que me entristezca la muerte de esas personas, como se entenderá (aunque me parece una estupidez, ahora que falta menos de un año para La Ola, no quedarse a verlo todo. Es como salirse de “Ciudadano Kane” sin quedarse a averiguar quién o qué era Rosebud. No pasa todos los días, carajo). Me entristece profundamente que la indiscutiblemente mejor época en la historia del ser humano, la época dorada de la civilización donde la razón y la comprensión por fin triunfaron frente a la bestialidad, no la provocaran un sentimiento moral más elevado que nosotros, un repentino despertar social colectivo. Ni si quiera un Ser Supremo, sean cuantos sean los que hemos conocido. O el emerger de una latente bondad innata hasta ahora desconocida. Es vergonzoso que sea tan absurdamente obvio. Ha sido un puto rayo de sol.

P:D: Este texto forma parte de una patética iniciativa que los gobiernos pusieron a nuestra disposición: lanzar periódicamente en sondas distintos formatos con cualquier información que quisiéramos que sobreviviera a lo que ahora mismo no es más que una brasa carbonizada de millones de toneladas flotando en el espacio (a nosotros nos gustaba llamarla Tierra). Ni siquiera sé si finalmente lo incluiré en el lanzamiento de este mes. Si después de todo estás leyendo esto, seguro que viste nuestra Ola. Espero que fuera preciosa.

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sábado, 21 de enero de 2012

MONSTRUOS

Sueño que sueño ser un gato que juega. Un gato rayado gris, tumbado panza abajo sobre una pequeña alfombra recién lavada. Alguien me lanza una bola. Un ovillo perfecto y hermoso de lana roja. Alzo las orejas e instintivamente lo lanzo lejos de un zarpazo. Achino los ojos al verlo alejarse rodando, y en un segundo mi espinazo se tensa y restalla en un salto. Sueño que soy un gato joven que persigue una bola, en una carrera vertiginosa por la casa. La necesito porque no la alcanzo. Pero la alcanzo. Al juguetear con ella mi atención se desparrama en mil cosas a la vez hasta ahora imperceptibles: una pelusa reptando bajo el sofá que mueve la brisa de una ventana abierta, el centellear de la pantalla de televisión… La mirada se me va irremediablemente tras una mosca que entra por un agujero de la mosquitera, nerviosa por el calor exterior de agosto. Le lanzo un manotazo juguetón que accidentalmente aleja de nuevo el ovillo. Entonces recuerdo que no quiero que se aleje. Lo persigo, lo alcanzo. Lo ignoro nuevamente. Y desde el cielo la misma mano que me lo prestó me lo retira, para que no se llene de porquería del suelo. La miro extrañado, no entiendo. La mosca se posa en mi hocico, la ignoro.

Sueño que sueño con una pequeña botella vacía de vidrio en mi mano derecha. De refresco, con el cuello estrecho. Límpida, totalmente transparente. Estoy descalzo en una playa, con las perneras arremangadas y mis dedos acurrucándose en torno a la arena fina y cálida. Entiendo que debo llenar la botella con esa arena, así que me arrodillo. Pero cuando tomo un puñado, me sorprende el tamaño de mi mano izquierda. Se ha vuelto desmesuradamente grande y torpe. Puedo abarcar una buena cantidad de arena con ella, pero sólo consigo que caigan dentro unos granos. Lo reintento varias veces, me desespero. Cada vez consigo colar menos granos. En parte porque la mano que sostiene la botella va menguando por momentos y a duras penas puede con ella. Casi parece que va a desaparecer. Furioso, la lanzo al agua, calma hasta ahora como una balsa de aceite. Arrepentido al instante, me desnudo decidido a ir a buscarla, pero al alzar la vista descubro un mar embravecido, que se enarbola según voy acercándome y se traga la botella inmediatamente. Recuerdo mi desnudez y vuelvo atrás a recoger mi ropa pero no está donde la dejé. La llevo puesta.

Sueño que sueño que despierto en la calle, recostado en una pared, sentado en el suelo. Vivo en una parcela de acera en una avenida ancha. Oigo cientos de conversaciones anónimas que se funden, mientras un enjambre de zapatos y piernas ruge frente a mí. No recuerdo nada anterior, ni siquiera de ayer, aunque intuyo que llevo bastante tiempo durmiendo sobre dos cartones grandes, y bajo un amasijo de mantas roídas. Hay situaciones que me son familiares, estoy seguro de que se repiten con cierta frecuencia. Una mujer pasa temprano con tres niños, posiblemente los lleva a la escuela. Va con prisas, pero se para un segundo y me da un euro. Una empleada de una hamburguesería cercana me saca sobras furtivamente cuando acaba su turno. A mediodía una pensionista deposita a mi lado una bolsa de un supermercado con algunas cosas bastante básicas, le sonrío agradecido y me mira compasiva, como si yo fuera su nieto. O su hijo, o quizás su marido. No sabría precisar qué edad tengo. No pido nada, no tengo un platillo ni un mensaje estudiadamente lastimero en un cartón. Pero asumo que hay gente que sencillamente da por naturaleza, y lo acepto. A media tarde se me acerca un hombre bien vestido hasta que sus zapatos casi tocan los míos. Porta un maletín. Se acuclilla. Su cara está a mi altura y observo su pelo gris. Tiene una expresión algo cansada, pero amable. “¿Cómo estás hoy?”. “No lo sé”, respondo francamente, “¿y usted?”. “Bien, bien, gracias”, y sonríe. Me observa unos instantes más y deposita su maletín en mis rodillas. Dice “Adiós”, da media vuelta. Se va. Hasta ahora nunca se había despedido. Lo veo alejarse hasta que entra en su Mercedes Benz. Tengo la certeza de que no volveré a verle. Ya sé lo que hay en el maletín, y sé que me asusta. Lo observo largo rato sobre mis piernas. No sé qué hacer con tanto dinero. Lo acaricio mecánicamente mientras observo los coches que comienzan a encender sus faros. No sé cuánto rato ha pasado cuando me levanto, lo agarro decidido y entro en el Burger King. Me observo extrañado, aunque con la sensación de que ya lo he hecho otras veces, mientras lo cambio por un menú de cuatro euros para llevar. Afuera mordisqueo la mitad, tiro el resto y me tapo con las mantas, ajeno a todo lo demás. Intento recordar qué día es mañana, pero no lo consigo y me quedo dormido.

Al despertar comprendo que no estaba dormido, tan sólo soñé que soñaba. Y entonces recuerdo que anoche prometí que mataría monstruos, pero no caí en que tal vez el monstruo era yo.

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