jueves, 6 de enero de 2011

LOLA

Nunca me llamaron la atención especialmente, ni siquiera de pequeño. Tampoco los ciclomotores, sus hermanos pequeños. Los ponis de las motocicletas, la versión mínima obligada en aquel pueblo pequeño y disperso en un valle verde salpicado por otras poblaciones igual de diminutas conectadas sólo por carreteras comarcales. Cierto es que tampoco pude permitirme que me gustaran. Mis padres estuvieron opuestos desde siempre a que subiera a uno, ya fuera a los mandos o de paquete. Las necrológicas más o menos habituales de adolescentes que acababan desparramando su futuro sobre el asfalto, entre campos de naranjos, tuvieron la culpa. Ya fuera por temeridades de niñato, ya fuera por pura mala suerte. Y lo cierto es que, salvo casos muy puntuales, tampoco me importaba demasiado. Para entonces despuntaba el mundo de los videojuegos domésticos, amén de los clásicos futbolines de las cinco de la tarde, que me dieron la tregua necesaria para tirar de un pésimo servicio de autobuses y trenes regionales solamente cuando la ocasión hacía necesario viajar. O sea, si había chicas de por medio.

Por eso es sorprendente que, muchos años después, ya lejos y en la ciudad, me enamorara. Ella era una Yamaha, Dragstar para más señas. Preciosa, grande, exhuberante, casi carnal, pintada en dos llamativos colores: plateado y champán. La veía dos veces por semana, aparcada junto a la academia donde estudiaba después del trabajo, y ambos nos mirábamos a los ojos durante breves segundos cada vez. Hasta que un día, harto de conformarme con desear lo que veía, decidí que si bien no me gustaban las motos, quería tener ESA. Hice cálculos, ahorré, me saqué el carné (sorprendentemente en muy poco tiempo y al primer intento), y en menos de un año me encontraba peinando internet casi a diario en busca de una copia exacta que sofocara mi reciente obsesión ("antes de que me quieras como se quiere a un gato, me largo con cualquiera que se parezca a ti"). Un día, casi a punto de tirar la toalla, di un salto en mi silla cuando descubrí que existía una en venta, a buen precio, y claro, a tomar por culo de mi casa. Jamás había conducido por carretera abierta nada que no fuese mi bicicleta pero, qué coño, siempre tiene que haber una vez para todo, oye.

400 kilómetros en tren de ida, nerviosísimo, y otros tantos de vuelta ya a lomos de mi Lola (así la bauticé en cuanto la vi), de noche, recién inaugurado el invierno y con extra de niebla por el mismo precio. Tuve miedo los primeros mil metros. El resto lo disfruté de forma casi orgásmica. Aún recuerdo aquel primer momento como la vez que más cerca he estado (hasta este mismo instante) de la sensación de volar. El prolongado orgasmo del cerdo salvaje, vamos. Dudando entre desear llegar por fin a la calidez de mi casa o seguir fumándome el asfalto, vestido con todas aquellas capas de equipaje prestado por varios amigos moteros, los mismos que celebraron el éxito de mi misión, a mi llegada, como si hubiera ganado la Champions. O quizás por haber llegado entero, aunque secretamente llegué casi duplicado.

Desde entonces, mi Lola ha sido mi único y prácticamente exclusivo medio de transporte a todos lados, a todas horas, bajo diversas condiciones atmosféricas. A trabajar, al gimnasio, a hacer pequeñas compras, a tomar unas cañejas. Mi fiel Lola. En estos tres años hemos disfrutado como enanos asistiendo a concentraciones moteras, aspirando a fondo el olor de las mañanas de verano, compartiendo bares y silla de montar con gente muy diversa, a veces hemos tenido pequeñas discusiones creo que por amago de celos...Y he tenido ocasión de comprobar recientemente que en realidad Lola no era gemela de aquella otra que me enamoró (mi pequeña es color grana y oro) y el modelo difiere ligeramente. Pero la quiero igual, claro. Qué digo, mucho más. Como el respiro que te da caer en la cuenta de que la cara de aquella persona sin la cual creíste no poder vivir, de repente se vuelve borrosa porque la sustituye otra nueva. Será porque prácticamente ha estado presente en mis mejores y peores momentos estos treinta y tantos meses, mi niña Lola, y eso para mí cuenta mucho. A sol y a sombra.


Ahora mismo lo que me sorprende es que sea cierto eso que dicen siempre (¿cómo coño se sabe algo así?) de que en este momento preciso puedes revisitar toda tu vida en apenas un segundo. Bueno, en mi caso los fotogramas que hemos compartido Lola y yo, que ya son bastantes. Aún tengo tiempo de maldecir lo imbécil que he sido por dejar que me provoque ese cretino que acaba de dejarme atrás, rugiendo con su puta moto japonesa. Siempre he sido bastante prudente precisamente para prevenir este instante. Pero no esta vez. Mi necedad, el Audi que se me ha cruzado sin intermitentes para zamparse dos carriles (siempre sospeché que los Audis no los llevan de serie) y el deficiente peraltado de la curva, bastante más pronunciada de lo que recordaba, han sido suficientes para hacer que ahora mismo estemos volando a cierta altura. Ignorando finalmente la curva. Tomándola recta sin remedio. Mi Lola y yo, ella por delante. Creo que antes de despegar hemos atravesado un guardarrailes, de esos tan baratos que no importan las atroces consecuencias que tienen ante la caída más inocente (todo el mundo sabe que lo rentable es invertir en radares, que se pagan solos), así que no sé si ahora mismo seguiré de una pieza. Pero a estas alturas, perdón por el chiste, debe importar más bien poco, me da a mí.

Vaya, así que esto es todo, a ver qué viene ahora. Hasta aquí hemos llegado. Gracias por todo, mi niña Lola. Y perdona las disculpas.

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sábado, 1 de enero de 2011

BY THE WAY...

PROPÓSITOS PARA UN NUEVO AÑO:


Entender un poco más a los demás. Hacerme entender mejor. Entenderme.

Afilar ciertas palabras desaprovechadas, despuntar la mayoría para que no pinchen. Al menos no sin querer.

Jugármela por las personas que arriesgan. Ignorar a las indiferentes. Apenarme por las cobardes.

Haprender ha escrivir mejór. De hecho, aprender a escribir. Y dejar de acabar las frases con pu(n)tos suspensivos...

No ser tan malhablado, cojones.

Despilfarrar cariños con quienes realmente los aprecien y guardar los que sobren en un tupperware apto para microondas.

No ponérselo tan difícil al alcohol cuando tenga que hacer su trabajo. Y al tiempo, cuando proceda.

Encontrar más personas y razones a las que admirar.

Quitarme la coraza cuando empiece a hacer bueno, a más tardar en verano.

Ponerme nervioso sólo cuando me quiten el aliento. Dejar de darle confianzas a la bilirrubina.

Quitarme centímetros de algunos sitios y ponerlos en otros (¿Qué pasa? Son mis propósitos y pongo lo que quiero).

Preocuparme por aquellos que son más pequeños que sus problemas, y dejar de echarme las manos a la cabeza por un par de chinas en mis zapatos.

Que no me dé vergüenza pedir gafas de cristal verde en un bazar chino.

Atreverme a escribir desnudo, ya sea exudando, vomitando, cagando, escupiendo, susurrando o eyaculando.

Leer mucho más y mejor.

Hacer más, pretender menos.

Hacer el camino de Santiago convencido de que me esperan a la vuelta.

Conocer mi mundo y sólo entonces, conocer el mundo. O puede que al revés.

Ponerme lentillas nuevas y comprarme un sonotone de la teletienda.

Aprender a nadar (bien bien) y/o a tocar la guitarra (mínimamente).

Dejar de tontear con Madrid y subir a su casa a tomar un café (y lo que surja).

Empezar a comer fruta, racionar el café, renovarle el contrato a la cerveza.

Asumir que el pasado pasó y lo llevo atrás en el maletero, envuelto en una alfombra vieja, mientras conduzco hacia el puente.

Encontrar alguna adicción perniciosa (y barata) que poder dejar el año que viene.

Pasar de puntillas sobre las brasas innecesarias. Propias y ajenas.

Ignorar un 90% de estos propósitos, para ahorrarme el trabajo el 1 de enero del 2012, copypasteando.

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