domingo, 1 de mayo de 2011

EL QUE AVISA...

Entro sin saber si entraré. Es decir, me asomo. Al fondo, en un rincón con buenas vistas aún quedan dos butacas vacías. Me la juego. Para no perderlas, voy directo y dejo mi mochila vigilando el fuerte. Me dirijo a la cola de pedidos. Miro de reojo justo después de leer en un cartelito “Carteristas profesionales operan en la zona, vigile sus pertenencias”. Es mi turno. Pido un café americano pequeño con sabor a avellana. A nombre de Moi. De Moi. No, Boy no. Moi, Moi. Me cobra 2´60€ y canta el pedido a su compañera. “¿Nombre? Boy. Sí, como chico en inglés”. Inicio un amago de rectificación, pero abandono. Con suerte me llamarán en voz alta y alguna jovenzuela se girará curiosona. Un minuto después me llaman: “¿Café americano para quién?”. Ah, entonces todo el asunto del nombre ha sido para nada. Como preguntarme “son 2´60€, ¿cuál es tu película favorita?”. “El Padrino”. “Ah, ok… Crepúsculo”.

Vuelvo al sitio, aún están mis cosas. He venido con la firme intención de retomar (desde cero) la escritura de un monólogo. Saco mi moleskine. La gente viene aquí con sus portátiles, que para algo se los compran portátiles. Al verme (des)armado con mi boli bic con el tubito de la tinta vacío se ríen para sus adentros. Seguro. Les ignoro, digno. Echo un trago de café. Diosanto, es magma volcánico. Me abraso la boca, y además me mancho. Misión cumplida. El asunto de mi libretita ha quedado olvidado. Si estás leyendo esto esperando que pase algo, mejor déjalo aquí.

Estoy frente a la ventana, dentro de un acuario viendo peces raros deambulando afuera. Pasa una monja. Un lisiado se mendiga la vida entre transeúntes que lo driblan como Alfonso en sus tiempos del Betis. Las piernas sublimes de una chica con minifalda y botines casi chocan con una pareja de sesentones bajitos que se han parado repentinamente. A ella se le ha metido algo en el ojo, y él la sujeta por ambos hombros mientras se lo escruta, muy concentrado. No encuentra nada, pero antes de proseguir le coge la cara con ambas manos y muy despacio, como apuntando, le da un pico.

“Perdona, ¿para ir al baño qué tengo que hacer?”. La pregunta me trae adentro. Qué forma tan complicada de preguntar si los servicios están abiertos. Es un estudiante de publicidad. No sabe hacer el trabajo que le han mandado en clase, y está ayudándole una rubia, ligeramente más preparada que él. Aunque ella cree que la diferencia es mucho mayor. Una chica argentina me pide permiso para sentarse en la butaca de enfrente. La desalojo de trastos, ella la gira hasta ofrecerme el perfil para que ambos conservemos cierto espacio vital, y se sienta. Mi monólogo sigue igual.

A mi izquierda, tres ancianas de pelo cardado, una con pañuelo de leopardo, hablan de la película que van a ver. Se levantan parsimoniosamente y salen. Su lugar lo ocupan cuatro chavales. Debaten sobre las calorías de la apetitosa tarta de queso que despacha uno de ellos, ajeno, con la cabeza agachada. Los otros se la comen con los ojos.

Baja Fuencarral una Harley Davidson que suena a gloria bendita y los ojos se me van afuera nuevamente. En la acera un hombre casi descalabra a un niño de pocos años intentando subírselo a los hombros describiendo una filigrana con él. Al pequeño, ajeno, le ha parecido genial. En serio, esto es lo más emocionante que leerás aquí. Gracias por tu interés, ya puedes dejarlo.

En mi trayectoria visual se interponen dos amigos charlando, dentro junto a la ventana. Él, gay con mucha pluma, toma un frapuccino. Ella, pijita y poco agraciada, un zumo. Creo que ambos estudian arte dramático por las frases sueltas que pesco. Hablan sobre la gira de verano de un conocido común. O de un director de casting que no les cae bien a ninguno, aunque no lo conocen. Él lleva las axilas de la camiseta cercadas de sudor reciente. Es consciente e intenta taparlos, pero la conversación le hace bajar la guardia a ratos y vuelven a hacerse patentes. Entonces cae en la cuenta y vuelve a disimularlos mientras mira alrededor por si alguien se fija, pudoroso. Acaban yéndose. En su lugar se sienta otra pareja. Primero uno frente a otro. Luego ella se cambia a su lado. Apenas hablan. Observan la calle. Relajados. Saborean con comodidad un silencio común. Les envidio. Miro mi libreta vacía y la encaro con el bolígrafo. Pero no escribo.

Por la ventana de la izquierda se distingue a lo lejos la terraza de un mesón cubano, donde a media tarde se despachan mojitos a la mayoría de los clientes mientras toman el sol. Empiezo a pensar que me he equivocado de establecimiento. Viajo hasta la botella de Brugal de mi casa. ¿Y si…? Quizás luego. Maldita sea, he ido descuidando el café tomando sorbos. Me queda media taza, pero el café tibio es un veneno. Espero a que se enfríe. Vuelvo a mirar la libreta. Cuatro frases en toda la tarde. La cafeína me ha fallado esta vez. Vale, me he equivocado de sustancia. La cierro. Tapo el bolígrafo. Guardo todo en el bolso. Tomo el resto del café de un trago, me pongo los auriculares y salgo. Vaya, has llegado hasta aquí, eso es que te aburres tanto como yo. Si te vienes a casa, tengo ron añejo y hielo.

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