lunes, 12 de diciembre de 2011

Moho

Sólo soñaba con castillos. Exclusivamente. Todo transcurría en ellos. Sus ojos moviéndose a mil por hora bajo los párpados pixelaban groseramente el argumento del sueño en aras de favorecer el escenario. Únicamente se recordaba a sí mismo acariciando los muros mohosos de un amplio salón palaciego de altísimas bóvedas, subiendo y bajando los escalones desgastados de una almena, o simplemente sentado en el lecho de heno de una sencilla alcoba. Y así hasta que despertaba. De adolescente jamás se despertó erecto por haber magreado oníricamente a la hembra prematura de su clase. Ni con elcabello de la nuca empapado por haber perdido a su familia en un accidente mortal demasiado real que sólo comenzara a disiparse a partir del mediodía. Nunca se encontró saltando más allá del umbral de un abismo casi infinito, convencido de que moviendo los brazos planearía. Sencillamente no sabía lo que era eso. Por mucho tiempo incluso ignoró que a otros sí les pasara. En todo caso, cuando alguien comentaba casualmente algún sueño de anoche, le extrañaba que no apareciera en ningún momento de la narración una fortaleza medieval, así que acababa retirando su interés. Tampoco él lo contó nunca a nadie. No le preocupaba, claro está. Y le pertenecía sólo a él, así que ¿para qué?

Poco después de cumplir los cincuenta, en la empresa donde ya era como de la familia le premiaron con un viaje a Escocia para dos, por haber vendido más cuchillos de cocina que otros comerciales durante todo un largo semestre. Muchos más, en realidad. Habitualmente se llevaba él ese tipo de incentivos, lo que sacaba de quicio a un par de vendedores más feroces que acababan coleccionando en su cocina batidoras, prácticos mini televisores o cajas de madera pretendidamente lujosas con un par de botellas de tinto, de las cuales una sólo valía para cocinar o mezclar con gasesosa. Las semanas previas al viaje de rigor, su esposa ya disfrutaba desvistiéndose de su rutina de ama de casa y madre de dos hijos. Dedicaba varias horas al día a revisar la duración del viaje, ordenando la documentación necesaria y repasando cada detalle de las fotos promocionales del hotel donde se alojarían. Él le prestó la acostumbrada atención parcial incluso cuando el entusiasmo de ella insistió en la visita obligada al castillo de Eilean Donan, recurrente y espectacular localización de la industria cinematográfica. Convino consigo mismo que estaría bien visitar un castillo del mundo real, para variar. Y sin más siguió preparándose las visitas comerciales del día siguiente mientras su mujer batallaba con el puntero del ratón, absorta en la diminuta pantalla de su portátil guardando en su disco duro los Jpg de todos los sitios que pretendía visitar.

Después de mil millas aéreas, un par de polvos rápidos entre las sábanas asépticas del hotel y varias mañanas de desayuno buffet desmedido, sólo sentía frío en los pies a la entrada de la mole de piedra. Escuchando las explicaciones que el encargado de una empresa de restauración dirigía a la guía turística responsable de medio centenar de visitantes, invitándoles escuetamente a volver cuando las tareas hubieran concluido, no antes, mientras pensaba que definitivamente, se había puesto unos calcetines demasiado fríos. Fue la única persona que se dio la vuelta en dirección al autobús sin un gesto mohíno en la cara. Antes de saber que no podrían acceder, él ya había resuelto no poner un pie dentro y esperar fuera al grupo, que seguía mirando suplicante a la guía. Inmediatamente descubrió sorprendido que la entrada al castillo concreto no olía como los que había recorrido tantas veces antes. Aún no lo sabía, pero la noche anterior había sido la última vez que soñaría en su vida.

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