miércoles, 31 de agosto de 2011

ME QUEDO MÁS TRANQUILO...

Al cruzarme con un grupo de ancianos que paseaba por el Retiro aprovechando un día espléndido recuperé un sueño bastante reciente, muy vívido.

Yo era viejo. Realmente mayor. Siempre he querido saber cómo llegaré a esa edad, si es que llego. ¿Seré un señor mayor delgadito y marchito? ¿Me inflaré cual pelota y llevaré camisas con bolsillo? ¿Procuraré subirme la cintura de los pantalones más allá de lo apropiado para la sisa? ¿Recordaré el Facebook en color sepia y con motitas de polvo, en lugar de azul? ¿Entenderé de nuevas tecnologías, o seré un carca que da la brasa a las nuevas generaciones para que le lean los mensajes de la bandeja de entrada del teléfono móvil neuro-holográfico? ¿Me quedaré sin saldo por llamar sin querer al no saber bloquearlo? Es más, ¿llevaré éste colgado del cinturón, dentro de una funcional funda de cuero con botón de remache?

El sueño dejó estas y otras dudas (sobretodo las referentes a mi futuro miembro viril) por contestar. En cambio, recuerdo perfectamente otras sensaciones. A pesar de haber llegado prácticamente al final de lo que carajo sea esto a lo que llamamos “vida” y poder tocar con la punta de los dedos la sombría vuelta de la esquina, había paz. Podía mirar hacia atrás y ver que me arrepentía de muchas menos cosas de las que podía prever. Aciertos y errores, por descontado que componían un extraño cubata responsable de las peores resacas posibles. Pero a pesar de ello, me perdoné bastantes y me otorgué un aprobado en la mayoría de las asignaturas que inicialmente me suspendí a las puertas del verano. Benditas revisiones.

A mis espaldas quedaban infinitos caminos grises, bifurcaciones y descartes que se separaban del que finalmente seguí acertadamente, al menos para llegar adonde llegué. Todas las otras posibilidades, variantes, vidas alternativas que jamás se materializaron y hoy me preocupan enormemente, sencillamente se desvanecieron indoloramente. Tenía muy presente el regusto agridulce en el paladar de saber incierto el despertar a un nuevo día: cualquier noche entre la confortabilidad de mis colcha nórdica y el cuerpo tibio que descansaba a mi derecha podía ser la última. Eso con suerte. También podrían conjurarse contra mí los jabones de la ducha, una escalera o un bordillo traicioneros. O sencillamente que el corazón dijera durante el aperitivo de media mañana “oye colega, que yo me quedo aquí, tú verás lo que haces”. Pero no me asustaba. De día me arropaban cálidamente una pareja cómplice, hijos e hijas, nietos y nietas y un halo de amigos, no de pastel sino de los de verdad. Seres realmente cercanos a mí y a los míos. Personas amadas aunque con la cara todavía borrosa. Como saltar de trampolín a trampolín e improvisar de repente una pirueta inédita, sabiendo que debajo me esperaba la red de toda la vida, con la que di mis primeros saltos en el circo. Que de romperse no se lo podría reprochar.

Ni me acordaba de lo que hoy me da cuerda a diario, ese propósito loco de que quede una huella perenne de mi presencia una vez me haya ido. La convicción aprendida con los años de que las huellas tienen su sentido precisamente en su duración efímera me mantenía sereno. Al fin y al cabo, ¿qué sería de una playa llena de pisadas que no se borraran? ¿De qué servirían entonces las olas si no pudieran barrerlas/borrarlas? Seguro que admiraríamos y perseguiríamos un trocito de arena virgen, sin una sola marca. Y me bastó saber que mi muesca en la mesa de madera, mi marquita horizontal de lápiz junto a “1´70 cms” en el marco de la puerta, la legaría a los míos. Que sería exclusiva y casi personal. Justo en ese momento caí en la cuenta de que podía permitirme el lujo de decir “no necesito más, a partir de este preciso instante todo es un bonus track”.

Inmerso en estos pensamientos mientras paseaba al ritmo que mi rodilla caduca me permitía, junto a mi compañera y otra pareja de amigos que discutían dónde comer, mi mirada se cruzaba con la de otra persona. La de un chaval (que empezaba a dejar de serlo sin sospecharlo) con un casco de moto colgado del brazo escuchando a “Love of Lesbian” en su mp3 mientras paseaba por el Retiro aprovechando un día espléndido. Creo que al mirarme se burló ligeramente de mi vejez. Lo sé porque yo me burlé de su estupidez. Y de la altura de sus pantalones, demasiado subidos para mi gusto.

..