jueves, 28 de abril de 2011

BILIS

Trabajo en el inmenso aeropuerto de Barajas. Concretamente en la T4. Dentro de la zona de embarque, en un entorno privilegiado a la que pocas empresas tienen acceso. La mía además paga bien, muy bien. Si vendes su producto. Si vendes su producto muchas veces. En realidad, si vendes su producto muchas veces cada día durante todo un mes. Eso implica lidiar de lunes a viernes con la flora y fauna de una terminal internacional. Hay despistados ocasionales con shorts. Hay tipos trajeados habituales con gafas de Gucci y la barbilla apuntando hacia los altos techos. Hay tipas enganchadas a los rayos uva que exhiben muchas joyas falsas pero suspiran secretamente por una sola que sea auténtica.

Mi trabajo no consiste en vender. El prestigio de mi firma me avala. El producto es bueno, barato, exclusivo. Y regala cosas. Mi trabajo consiste en escuchar muchos “NO”, muchos desplantes, muchas miradas soberbias. Mi trabajo consiste en soportar incontables groserías, echármelas a la espalda, permitir que resbalen lentamente por mi espalda, se deslicen hasta higienizar mi recto, caigan al suelo, sean pisadas miles de veces y se desvanezcan. Mi trabajo consiste en que mientras todo esto sucede no se me borre la sonrisa de la cara. Al fin y al cabo, cada “no” probable puede esconder un “sí” potencial, y hay que ir a buscarlo. Mi trabajo consiste en no despreciar a los tipos escudados tras su corbata. Mi trabajo consiste en que mi pensamiento no me traicione recordándome que seguramente la mayoría de los que tienen la cuenta corriente enorme no contemplan otra forma de compensar una polla diminuta. O que su domingo de chándal matinal equivale a la lástima que provoca un perro peludo cuando lo mojas en la bañera y se queda en nada. Mi trabajo consiste en permitir impunemente a un tipo barrigón y medio calvo, que desearía follar como yo lo hago (gratis, quiero decir), dejarme con la palabra en la boca, darse la vuelta groseramente y largarse sin dar explicación. Mi trabajo va de no imaginar que en ese instante tropieza con un cordón desatado y al caer se rompe la nariz con una papelera de reciclaje.

Hoy me he tomado un descanso. Me he dado el lujo de cambiar de trabajo. De negarles la palabra y mis modales durante un par de horas. De observar. De ver desde una perspectiva alejada una zona de tránsito habitual, con sus escaleras mecánicas y su Duty Free. De mirar extrañado a los altos directivos. A mujeres cuyos bolsos cuestan tanto como mi parte del alquiler mensual. A personajes con bordados de marca chivatos en sus camisas caras. De perseguir zapatos de ante, náuticos, botines, tacones. Animales absurdos que en muchos casos manejan a su antojo la economía familiar de docenas de otros animales más modestos. Voyeur de grandes depredadores que se transforman en bichitos patéticos cuando el altavoz anuncia que su puerta de embarque “H 03” pasa a convertirse en “K 68”. Caras altivas. Papadas rechonchas que se estremecen mirando una pantalla mientras rezan a su supervisor que está en los cielos para que no les cancelen el vuelo. Muñecos torpes que corren ortopédicamente sujetándose la corbata con una mano y el “Emprendedores” doblado en la otra. Personas acostumbradas a negociar tratos millonarios a cara de perro, pero acojonadas e incapaces de encarar valientemente a un extraño (fingidamente) amable que les hace una pregunta, sonriente, bajito y erguido. Seres humanos que posiblemente sólo se merecen tener cerca a su trolley Roncatto y que en justicia únicamente deberían ser abrazados por su portafolio Tous. Viajeros exigentes que se creen merecedores de que les des cualquier información sobre el aeropuerto sin un simple "por favor". Individuos a los que desgraciadamente ensalzas cuando les pides breves segundos de su tiempo. Señoritos de cortijo que te ignoran, superiores, y entonces vuelven a su forma original de pobres diablos disfrazados con un mismo traje de gris mediocre o azul eléctrico hortera. Devoradores solitarios (aunque vayan en manada) de Big Mac enganchados a su Blackberry que veneran a su tarjeta de embarque. Entes tristes que sueñan con acceder algún día a la sala Vip, como el omnipresente pez más gordo que hace un momento ha entrado en ella mirándolos por encima del hombro. Ansiosos vestidos de Pedro del Hierro que suplican por una zona de fumadores. Sucedáneos de clase media que desean patear lo antes posible el siguiente aeropuerto, donde se cruzarán con otro sinvergüenza local que mientras sonríe de lado, aparentemente cordial, los mirará con desprecio contenido y pensará para sus adentros: “Esta noche en cuanto pille mi blog pienso mearme en vuestra existencia, hijos de una puta”.

Y en ello estaba cuando, maldita sea, he hecho recuento y he flojeado. Me ha tocado admitir humillado que de entre tanto páramo, alguna vez he tropezado con alguien de risa fresca y ojillos alegres . Que también existen los oasis, aunque sean escasos. Pero al plantearme borrarlo todo, descansar y desear que mañana sea un mejor día, me he concedido que, qué coño, la bilis tiene que salir por algún lado. Además, esta noche soñaré que todos van con prisas y con los cordones desatados. Y que las papeleras metálicas y robustas se han puesto de moda en la T4.

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