sábado, 21 de enero de 2012

MONSTRUOS

Sueño que sueño ser un gato que juega. Un gato rayado gris, tumbado panza abajo sobre una pequeña alfombra recién lavada. Alguien me lanza una bola. Un ovillo perfecto y hermoso de lana roja. Alzo las orejas e instintivamente lo lanzo lejos de un zarpazo. Achino los ojos al verlo alejarse rodando, y en un segundo mi espinazo se tensa y restalla en un salto. Sueño que soy un gato joven que persigue una bola, en una carrera vertiginosa por la casa. La necesito porque no la alcanzo. Pero la alcanzo. Al juguetear con ella mi atención se desparrama en mil cosas a la vez hasta ahora imperceptibles: una pelusa reptando bajo el sofá que mueve la brisa de una ventana abierta, el centellear de la pantalla de televisión… La mirada se me va irremediablemente tras una mosca que entra por un agujero de la mosquitera, nerviosa por el calor exterior de agosto. Le lanzo un manotazo juguetón que accidentalmente aleja de nuevo el ovillo. Entonces recuerdo que no quiero que se aleje. Lo persigo, lo alcanzo. Lo ignoro nuevamente. Y desde el cielo la misma mano que me lo prestó me lo retira, para que no se llene de porquería del suelo. La miro extrañado, no entiendo. La mosca se posa en mi hocico, la ignoro.

Sueño que sueño con una pequeña botella vacía de vidrio en mi mano derecha. De refresco, con el cuello estrecho. Límpida, totalmente transparente. Estoy descalzo en una playa, con las perneras arremangadas y mis dedos acurrucándose en torno a la arena fina y cálida. Entiendo que debo llenar la botella con esa arena, así que me arrodillo. Pero cuando tomo un puñado, me sorprende el tamaño de mi mano izquierda. Se ha vuelto desmesuradamente grande y torpe. Puedo abarcar una buena cantidad de arena con ella, pero sólo consigo que caigan dentro unos granos. Lo reintento varias veces, me desespero. Cada vez consigo colar menos granos. En parte porque la mano que sostiene la botella va menguando por momentos y a duras penas puede con ella. Casi parece que va a desaparecer. Furioso, la lanzo al agua, calma hasta ahora como una balsa de aceite. Arrepentido al instante, me desnudo decidido a ir a buscarla, pero al alzar la vista descubro un mar embravecido, que se enarbola según voy acercándome y se traga la botella inmediatamente. Recuerdo mi desnudez y vuelvo atrás a recoger mi ropa pero no está donde la dejé. La llevo puesta.

Sueño que sueño que despierto en la calle, recostado en una pared, sentado en el suelo. Vivo en una parcela de acera en una avenida ancha. Oigo cientos de conversaciones anónimas que se funden, mientras un enjambre de zapatos y piernas ruge frente a mí. No recuerdo nada anterior, ni siquiera de ayer, aunque intuyo que llevo bastante tiempo durmiendo sobre dos cartones grandes, y bajo un amasijo de mantas roídas. Hay situaciones que me son familiares, estoy seguro de que se repiten con cierta frecuencia. Una mujer pasa temprano con tres niños, posiblemente los lleva a la escuela. Va con prisas, pero se para un segundo y me da un euro. Una empleada de una hamburguesería cercana me saca sobras furtivamente cuando acaba su turno. A mediodía una pensionista deposita a mi lado una bolsa de un supermercado con algunas cosas bastante básicas, le sonrío agradecido y me mira compasiva, como si yo fuera su nieto. O su hijo, o quizás su marido. No sabría precisar qué edad tengo. No pido nada, no tengo un platillo ni un mensaje estudiadamente lastimero en un cartón. Pero asumo que hay gente que sencillamente da por naturaleza, y lo acepto. A media tarde se me acerca un hombre bien vestido hasta que sus zapatos casi tocan los míos. Porta un maletín. Se acuclilla. Su cara está a mi altura y observo su pelo gris. Tiene una expresión algo cansada, pero amable. “¿Cómo estás hoy?”. “No lo sé”, respondo francamente, “¿y usted?”. “Bien, bien, gracias”, y sonríe. Me observa unos instantes más y deposita su maletín en mis rodillas. Dice “Adiós”, da media vuelta. Se va. Hasta ahora nunca se había despedido. Lo veo alejarse hasta que entra en su Mercedes Benz. Tengo la certeza de que no volveré a verle. Ya sé lo que hay en el maletín, y sé que me asusta. Lo observo largo rato sobre mis piernas. No sé qué hacer con tanto dinero. Lo acaricio mecánicamente mientras observo los coches que comienzan a encender sus faros. No sé cuánto rato ha pasado cuando me levanto, lo agarro decidido y entro en el Burger King. Me observo extrañado, aunque con la sensación de que ya lo he hecho otras veces, mientras lo cambio por un menú de cuatro euros para llevar. Afuera mordisqueo la mitad, tiro el resto y me tapo con las mantas, ajeno a todo lo demás. Intento recordar qué día es mañana, pero no lo consigo y me quedo dormido.

Al despertar comprendo que no estaba dormido, tan sólo soñé que soñaba. Y entonces recuerdo que anoche prometí que mataría monstruos, pero no caí en que tal vez el monstruo era yo.

..