domingo, 23 de mayo de 2010

UNA MAÑANA MÁS

Desperté mucho más tarde de lo que debiera. En las habitaciones contiguas había demasiada actividad, al menos para esas horas de la mañana. Pero me molestaba aún más lo seca que tenía la boca. La noche anterior me había pasado bebiendo, pero a esas alturas de un verano tan caluroso algunos excesos eran fácilmente autojustificables. Lamentaba no haber bajado la persiana cuando comenzó a oscurecer. Ahora la luz me molestaba y obligaba a tomar consciencia del desastre que reinaba a mi alrededor. Algunos vasos sucios con restos de cola-cao seco coronaban mi mesita. Junto a ella, en el suelo, un envoltorio vacío de galletas rellenas
de chocolate con la última de ellas desmigajada.

Salí a medio vestir y con mi gorra de béisbol puesta, como era habitual. Cuando enfilé el pasillo que desembocaba en la cocina supe que no sería otro día más. Si algo había aprendido durante mis dieciséis años en aquel entorno era a no ignorar jamás a mi instinto. Que no solía equivocarse.

Llegado a la cocina pude comprobar con velada satisfacción que mis suposiciones se
cumplían, aunque todavía no me hacía una idea de hasta qué punto. En la puerta de la nevera había montado un dispositivo de seguridad para mantener a distancia a los curiosos que deambulaban por allí a esas horas. Abriéndome paso a empujones al tiempo que me levantaba la visera de la gorra comprendí el motivo de tanto alboroto matutino: allí yacía, en mitad de un azulejo del suelo, el cuerpo inerte y dislocado de un petit suisse. La desagradable escena incluía detalles de salpicaduras cremosas en las partes bajas de algunos muebles adyacentes a la nevera, que continuaba abierta como si todo hubiera quedado congelado en el tiempo durante el preciso momento del suceso.

En ese instante exacto hizo su aparición mi madre blandiendo una fregona con cara de pocos amigos, y supe que mis problemas comenzaban. Mientras apartaba de malos modos a mi hermano pequeño, que se escabullía intentando sacar alguna foto decente con su móvil, me hizo una mueca breve y dura. Mi experiencia me decía dos cosas: que acababa de adjudicarme el caso, y que no sería de los fáciles. Maldita forma de despertar un martes de vacaciones.

lunes, 17 de mayo de 2010

Adiós fiel amigo

Hace tiempo se me estropeó el ordenador. Digo, el portátil. Y no me dejó el consuelo de hacerlo sin avisar, que al menos me hubiera dado razones para mentarle a la madre, o el ensamblador chino que lo parió. Se fue muriendo poco a poco. Es cierto que yo le daba muy mala vida. Lo encendía antes de desayunar y lo desconectaba justo cuando me cansaba de trasnochar. Aunque no pensara usarlo en todo el santo día. Y claro, se le fueron calentando los chips. Al principio se quedaba en coma con el transcurso de las horas. Sólo un reinicio lo sacaba de su letargo. Después se volvió más rápido. O más débil. Su vida útil entre apagón y apagón se contaba por fracciones de quince minutos, que se volvían más escasas. Finalmente unos pocos minutos. Los justos para mi pareja se armara de valor y, a fuerza de reinicios y horas de empeño consiguiera salvar documentos, fotos y cualquier otra cosa valiosa. Digo, “valiosa”. Así que ni el desahogo de poder llamarlo “Judas traidor” me dejó. El pobre reventó, como el leal caballo de un forajido que lo da todo sabiendo que al menos le darán descanso en forma de tiro de gracia cuando caiga en la arena y saque la lengua. Pero yo, que soy un poco sádico, exigí con todo mi derecho que me lo repararan, haciendo uso del derecho de garantía. Y me lo devolvieron nuevo, aunque le cambió un poco la personalidad, debo admitir.

Como soy madrileño de nacimiento y valenciano de adopción, pero neurológicamente zaragozano y aries (perdón a cualquier aragonés), he seguido dándole el mismo tute que antes. O más. El pobre aparato ha sido el principal perjudicado de mi operación y larga convalecencia domiciliaria. Y como yo no he escarmentado, supongo que ha decidido que él tampoco va a darlo todo esta vez por su dueño. Que ya vale de segundas oportunidades. Y en eso le comprendo perfectamente. Así que empieza a hacer aguas de nuevo. Y esta vez estoy solo ante el peligro. Nadie hará las copias de seguridad de todo lo que no quiero perder. Sé que sus cuelgues serán cada vez más frecuentes hasta que no sea capaz ni de encenderse. Mierda, se supone que la tecnología nos aleja de nuestra fragilidad humana, y esto se acerca demasiado a despedirse de un electrodoméstico querido con una enfermedad terminal. El caso es que esta tarde finalmente me he obligado a mí mismo a buscar todo aquello que me importa en las tripas de su disco duro para guardarlo en una tarjeta MicroSD de 8 gigas. Y da que pensar.

Aunque pueda parecer que mi portátil es prácticamente como una persona que ha vivido demasiado y comienza a pagar los excesos de juventud (o en este caso haber trabajado desde niño en una mina obligado por un tirano hijoputa), yo lo veo más como una mudanza. A lo mejor he dado demasiadas fiestas para amigos desconsiderados. O es que mi casa se queda ya demasiado vieja y debo marcharme a otra nueva, donde las tuberías funcionen y el cableado eléctrico no me tenga despierto por la noche sugiriéndome un probable incendio. Y ante esas circunstancias, lo que uno hace es recoger sus trastos. Entiéndase por trastos lo realmente imprescindible. No me refiero a ropa o a muebles, estos puedes sustituirlos fácilmente, sino a recuerdos. Fotos, libros, discos, regalos especiales. Aquel cuadro que te pareció horrible cuando te lo regalaron, y que ahora te saca sonrisas traidoras por lo imprescindible que te parece, y que no descolgarías por nada del mundo. Y en ello estoy cuando mi concentración, o más bien mi dispersión, se imagina a una versión antigua de mí mismo revolviendo álbumes de fotos, sacando las primeras que quiero poner a buen recaudo y guardándolas en cajas vacías de cartón. De zapatos, electrodomésticos, o compradas en un todo a cien, da igual. Cajas llenas de libros, CD´s (yo no viví la época del vinilo como quisiera), polaroids y algunas cartas y postales que pienso arrastrar conmigo allá donde vaya. Y de repente mi otro yo levanta la cabeza de entre las cajas entre sudoroso y concentrado y mira las fotos digitales, archivos, documentos, mp3 y mails que estoy guardando en la tarjeta. Por un momento pienso que me observa con envidia, por la diferencia entre su ropa llena de polvo a base de rebuscar entre recuerdos y mi comodidad digital de clicks de ratón. Pero va y me suelta “Qué triste, ¿te has parado a pensar que todo lo que eres cabe en un trocito de plástico del tamaño de la uña de tu pulgar?” Y se me ha quedado la cara de tonto moderno.

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domingo, 16 de mayo de 2010

DECÁLOGO PARA LA ASISTENCIA A EVENTOS MUSICALES

Si sabes que cuando salga el artista al escenario vas a comenzar a dar saltos y gritos como una posesa, NO LLEVES TACONES. Puede que el que tengas detrás no lleve calzado de seguridad.

Estimada chica morena alta: está muy bien que midas 1.80 y tengas un pelazo hasta la cintura, de verdad. Y reconozco que puedes situarte donde te salga de la bisectriz. Pero de todos los sitios posibles, ¿realmente NECESITAS ponerte diez centímetros delante de un tío de 1.70 que ha llegado mucho antes que tú? Ah, y a esa distancia tampoco mola mucho que te atuses la melena constantemente, por varias razones evidentes.

Aunque sea usted una señora de cincuenta y pico años, no es necesario que baile como dos de veinticinco. Sobretodo si es totalmente arrítmica. Déjelo. EN SERIO.

A juzgar por las venas Schwarzennegerianas de tus brazos al agarrarte el bolso durante tres horas sin aflojar ni un ápice, llevas algo verdaderamente valioso en él. ¿Y si otro día te lo dejas en la caja fuerte de casa y disfrutas del concierto?

Estimada chica bailonga: entiendo que necesites expresarte corporalmente al oír música, pero entiéndeme tú a mí (o al resto de asistentes): tocamos a una parcelita de unos dos metros cuadrados. No estás en el puto césped del Santiago Bernabeu un martes a mediodía.

Estimada chica bailonga: no, no la he tomado contigo. Pero has de saber una cosa: NO TODAS LAS CANCIONES SON BAILABLES. Sólo las bailables son bailables. (¿No crees que deberías descansar un poco… al menos en las baladas?)

Gritar por teléfono a alguien que te está buscando de entre las masas “¿no me ves? ¡tengo la mano levantada!” dice muy poco de ti. O mucho, según la calidad humana del que está observándote entre la multitud. En mi caso ambas.

Pretender hablar por teléfono durante un evento musical dotado de 70.000 vatios de potencia, sólo dice de ti que te sobra el saldo y te faltan excusas para gastarlo. Bueno no, dice más cosas, pero son muy feas.

Antes de decirle alegremente a Duff-Man (el hombre-barril) “¡venga una cervecita bien fría!”, prueba a preguntarle “¿cuánto cuesta una cervecita bien fría, amable señor?” Así no necesitarás organizar una colecta in situ entre tus amigos (que pronto dejarán de serlo).

Vale que dentro del recinto la cerveza es más cara. Pero si lo único que se te ocurre es ponerte ciego en los bares aledaños (sí, he dicho aledaños, qué pasa) argumentando jocoso “¡así ya la llevo puesta! …ja-ja-ja…”, vas a pasarte las próximas dos horas preocupado por lo que falta para que acabe y poder orinar, en vez de por si tocarán tu canción preferida.

Si durante el concierto te dedicas a subir fotos en directo al Facebook para que tus ciento y pico contactos piensen que eres un tío con una vida social molona, vuelve a calcularlo: miles de personas que te rodean pensarán que eres un jodido freaky.

Si desde el minuto diez estás deseando llegar a casa para bloggear un “Decálogo de comportamiento en un evento musical”, ERES UN JODIDO FREAKY. (Si escribes “freaky” en lugar del castellanizado “friki”, sólo lo empeoras)

Como parte del público, es tu obligación aplaudir cada canción justo a la altura de los pabellones auditivos de la persona de delante, y asumir que la de detrás hará lo propio contigo.Si te resulta molesto, desahógate haciéndolo tú más fuerte. Crearás una bonita reacción en cadena.

Si el cantante hace una pausa durante una canción para anunciar “que por favor se esté quieta la mujer rubia bajita porque me distrae y se me olvida la letra”, es hora de que te establezcas en un sitio de una santa vez, rubia bajita. Y ya sabes, la próxima vez nada de tripis.

Procura ir con los deberes hechos y la letra aprendida. Puede que te hagan un primer plano para la pantalla gigante durante una tierna balada y nos demos cuenta de que sólo te sabes el final del estribillo. Aunque si te han escogido a ti es porque estás buena, tampoco importa demasiado.

Y si eres un cascarrabias antisocial, ¿de qué te quejas? ¿Qué esperabas de un concierto?

miércoles, 5 de mayo de 2010

Caslitenia (no, Flockhart no)

En mi anterior entrada hablé de mis problemas con/en el gimnasio, y prometí ser más específico en una mejor ocasión: esta. Claro, en esos momentos de alegre escritura desinhibida no caí en la cuenta de que prácticamente todos los seres humanos disponemos en nuestro subconsciente de un mecanismo de defensa que procura borrar automáticamente ciertos recuerdos traumáticos. Algunos lo tenemos más desarrollado que otros. Tanto es así que el mío me resetea la memoria generalmente cada pocas horas sin motivo aparente –igual lo tengo mal configurado, pero no he encontrado ningún manual en pdf sobre mí en internet-, con lo que transcribir todas mis vivencias non gratas va a ser un ejercicio realmente doloroso. Voy a ponerme a hurgar en mi papelera de reciclaje, a ver si…

Nada, sólo quedan trozos inconexos. Maldita sea, mira que no hacer copias de seguridad. Unicamente algunos pedazos que a ustedes no les dirán nada, pero a mí me ponen los pelos de avestruz. Por ejemplo, acabo de darme de bruces con el espeluznante caso de un tipo gris que aparentemente es un comodín durante su sesión de ejercicio. Un figurante. Es correcto. Usa toalla. No molesta a nadie. Viste adecuadamente. No abarca más del lugar físico necesario para su calistenia. Al acabar deja las mancuernas y demás parafernalia donde las encontró. Mejor aún, en su sitio. Dice “hola buenos días” y “hasta mañana a todos”. Demasiado normal, no me fío. Despierta mis recelos –no, no recelos de poner cachondo, es un tipo muy mediocre, pero sobretodo es un tipo- aunque en principio procuro no saber más. Hasta que llega el momento ducha común y, avatares de la vida, me toca en la contigua. Y resulta que sí tiene un papel de reparto: es El Jadeador. El Jadeador tiene el importante rol de soltar impúdicos y sonoros gemidos, aparentemente mezcla de fatiga y placer, mientras se enjabona. Como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano. Puedes haberle visto levantar impávido un peso indecente en el press de banca, pero por lo visto su bote de gel es todavía más pesado. (Nota informativa: El Jadeador no limita su radio de acción a las instalaciones deportivas. Puedes encontrártelo en el wc de un bar, o en los aseos de un camping. Sabrás que es él porque no reprime sus onomatopeyas de manual a la hora de evacuar. Sí, esas tan gráficas que te dibujan su cara esforzada, colorada, vascularizada.) Este es el que consigue que me duche en un tiempo récord y salga a vestirme con una mueca de hastío. Y está mal que presuma, pero El Jadeador de mi gimnasio no tiene parangón con ningún otro. Deben haberse gastado una pasta considerable en ficharlo. Es realmente bueno.

Pero El Jadeador no es más que una figura de reciente aparición, basada en un clásico de cualquier sala de pesas: El Gritón. El Gritón tiene una misión fundamental en el gimnasio que jamás adivinaréis. Gritar. Mucho. Ejemplo: si tú haces una serie de quince repeticiones con, pongamos, veinte kilos, El Gritón (al que llamaré “G” a partir de ahora) hace una serie de cinco repeticiones con cuarenta kilos. Evidentemente mal ejecutadas, porque G suele presentar un aspecto bastante deplorable para el tiempo que invierte en hacer ejercicio. Pues bien, durante esas cinco repeticiones G no parará de gritar, siempre in crescendo, una serie de letanías que si se tradujeran dirían algo así como “¡¡Mira, mira, mira, cuáaaaanto peso levanto, y tú no!! ¡Soy un macho, soy fuerte! ¡¡¡Soy una puta bestia parda!!!”. Durante su práctica, G consigue dividir al resto de asistentes a su fascinante espectáculo en dos partes bien diferenciadas: una mayoritaria, que trata de ignorarlo por todos los medios, y la minoría a la que pertenezco que le mira de soslayo poniendo la cara de manual de El Cascarrabias Prematuro (aunque podéis llamarnos “CP”) , que viene a ser una cara de asquito en un 80%, vergüenza ajena en un 17% y un 3% de otros sentimientos indeterminados (condescendencia, cierta compasión y risa disimulada).

¡Vaya, parece que mi memoria sale de su letargo! De repente han reaparecido prácticamente todos los actores de esta función y sus infinitas combinaciones: El Tirillas, el Trío de Tirillas, Cuerpo de Tebeo, El Concentrado, Grupo de Tirillas + Gritón, El Segurata, Los Parlanchines, Jubilados Madrugadores, Señoras Gritonas de Pilates, El Modelitos, La Maciza, El Espejista, Induráin, El Ligón, Acaparator, Molestator…

Lamentablemente se me ha activado otro mecanismo de defensa que tiene como objeto impedir que me haga un esguince en un dedo al teclear, o que ni siquiera realice ningún esfuerzo mínimo de cualquier tipo. En un próximo post llamaré al estrado a alguna de estas celebridades. Naturalmente, aceptaré sugerencias y peticiones. Y donativos.

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