lunes, 17 de mayo de 2010

Adiós fiel amigo

Hace tiempo se me estropeó el ordenador. Digo, el portátil. Y no me dejó el consuelo de hacerlo sin avisar, que al menos me hubiera dado razones para mentarle a la madre, o el ensamblador chino que lo parió. Se fue muriendo poco a poco. Es cierto que yo le daba muy mala vida. Lo encendía antes de desayunar y lo desconectaba justo cuando me cansaba de trasnochar. Aunque no pensara usarlo en todo el santo día. Y claro, se le fueron calentando los chips. Al principio se quedaba en coma con el transcurso de las horas. Sólo un reinicio lo sacaba de su letargo. Después se volvió más rápido. O más débil. Su vida útil entre apagón y apagón se contaba por fracciones de quince minutos, que se volvían más escasas. Finalmente unos pocos minutos. Los justos para mi pareja se armara de valor y, a fuerza de reinicios y horas de empeño consiguiera salvar documentos, fotos y cualquier otra cosa valiosa. Digo, “valiosa”. Así que ni el desahogo de poder llamarlo “Judas traidor” me dejó. El pobre reventó, como el leal caballo de un forajido que lo da todo sabiendo que al menos le darán descanso en forma de tiro de gracia cuando caiga en la arena y saque la lengua. Pero yo, que soy un poco sádico, exigí con todo mi derecho que me lo repararan, haciendo uso del derecho de garantía. Y me lo devolvieron nuevo, aunque le cambió un poco la personalidad, debo admitir.

Como soy madrileño de nacimiento y valenciano de adopción, pero neurológicamente zaragozano y aries (perdón a cualquier aragonés), he seguido dándole el mismo tute que antes. O más. El pobre aparato ha sido el principal perjudicado de mi operación y larga convalecencia domiciliaria. Y como yo no he escarmentado, supongo que ha decidido que él tampoco va a darlo todo esta vez por su dueño. Que ya vale de segundas oportunidades. Y en eso le comprendo perfectamente. Así que empieza a hacer aguas de nuevo. Y esta vez estoy solo ante el peligro. Nadie hará las copias de seguridad de todo lo que no quiero perder. Sé que sus cuelgues serán cada vez más frecuentes hasta que no sea capaz ni de encenderse. Mierda, se supone que la tecnología nos aleja de nuestra fragilidad humana, y esto se acerca demasiado a despedirse de un electrodoméstico querido con una enfermedad terminal. El caso es que esta tarde finalmente me he obligado a mí mismo a buscar todo aquello que me importa en las tripas de su disco duro para guardarlo en una tarjeta MicroSD de 8 gigas. Y da que pensar.

Aunque pueda parecer que mi portátil es prácticamente como una persona que ha vivido demasiado y comienza a pagar los excesos de juventud (o en este caso haber trabajado desde niño en una mina obligado por un tirano hijoputa), yo lo veo más como una mudanza. A lo mejor he dado demasiadas fiestas para amigos desconsiderados. O es que mi casa se queda ya demasiado vieja y debo marcharme a otra nueva, donde las tuberías funcionen y el cableado eléctrico no me tenga despierto por la noche sugiriéndome un probable incendio. Y ante esas circunstancias, lo que uno hace es recoger sus trastos. Entiéndase por trastos lo realmente imprescindible. No me refiero a ropa o a muebles, estos puedes sustituirlos fácilmente, sino a recuerdos. Fotos, libros, discos, regalos especiales. Aquel cuadro que te pareció horrible cuando te lo regalaron, y que ahora te saca sonrisas traidoras por lo imprescindible que te parece, y que no descolgarías por nada del mundo. Y en ello estoy cuando mi concentración, o más bien mi dispersión, se imagina a una versión antigua de mí mismo revolviendo álbumes de fotos, sacando las primeras que quiero poner a buen recaudo y guardándolas en cajas vacías de cartón. De zapatos, electrodomésticos, o compradas en un todo a cien, da igual. Cajas llenas de libros, CD´s (yo no viví la época del vinilo como quisiera), polaroids y algunas cartas y postales que pienso arrastrar conmigo allá donde vaya. Y de repente mi otro yo levanta la cabeza de entre las cajas entre sudoroso y concentrado y mira las fotos digitales, archivos, documentos, mp3 y mails que estoy guardando en la tarjeta. Por un momento pienso que me observa con envidia, por la diferencia entre su ropa llena de polvo a base de rebuscar entre recuerdos y mi comodidad digital de clicks de ratón. Pero va y me suelta “Qué triste, ¿te has parado a pensar que todo lo que eres cabe en un trocito de plástico del tamaño de la uña de tu pulgar?” Y se me ha quedado la cara de tonto moderno.

..

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si sabes escribir, puedes comentar.