domingo, 10 de enero de 2010

Envidia en la sala de espera

Una de las costumbres que he adquirido recientemente es la de pasar por la sección de Rehabilitación del hospital de mi ciudad. Soy así de raro. También influirá algo mi reciente operación de hombro, claro. Cuando vas a una cosa así sabes que deberás aguardar bien sentadito un tiempo de rigor antes de que llegue tu turno y una amable enfermera se entretenga retorciéndote el brazo en varias direcciones justo hasta el punto en que por muy duro que seas –en mi caso ese punto de duro es colindante con el de nenaza- se te salta una lagrimita traidora. En esa situación no sólo esperas, y punto. Esperas encontrarte con toda clase de gente en la misma sala. He llegado a distinguir entre varios clásicos: el ama de casa con esguince tobillero que combina pantalón de chándal con tacones, el jubilado impaciente que se sabe con más derechos que el resto de los pacientes -y lo proclama-, la cajera del Día con el piercing de rigor –sí, ese que confundes con una verruga si no te fijas- embutida en un collarín cervical, etc. Resumiendo mucho, aún me falta cierta práctica.

Estando yo en esas hace unos días me llamó la atención un señor que debía estar jubilado por su edad y parecía esperar a alquien cercano, no a que le atendieran a él. Bueno, en realidad no me llamó la atención él, ni cuando se levantó al ver salir a su mujer de la consulta para entregarle el bolso que le había custodiado. No había nada especial en ellos a priori. O sí, por eso de que todos y cada uno de nosotros somos especiales, un copo único y hermoso de nieve. Ya sabes, todos hemos recibido ese puñetero power point azucarado, a veces del remitente al que menos relacionaríamos con esas ñoñerías, puaj. Superficialmente, yo diría que era simplemente una pareja que envejecía hacia los setenta. Lo primero que pensé fue “adorables”. Oh, fíjate. Qué bonito que él la acompañe a la consulta y esté dispuesto a aburrirse durante una hora sólo para compartir con ella el viaje de ida y vuelta, a pesar de que seguramente están todo el día juntos… Cuando le acercó sus cosas, ella con un mínimo gesto le indicó que aún no, que pasaría al aseo antes de salir a la calle. Así que lo conservó otro poco más y se quedó allí plantado, en mitad de la sala de espera, aguardando de nuevo. Sorprendentemente libre de esa vergüenza inconfesable que se nos sube a la chepa a muchos cuando sostenemos el bolso de la parienta en un sitio público, y que es más acusada en los señores de cierta edad. Pero el susodicho estaba allí, de pie, en el centro de una sala llena de desconocidos, con el bolso de su señora. Tan cómodo.

Como un servidor fue ese día sin libro salva-esperas, se sorprendió a estas alturas escrutando al buen señor. Ni alto ni bajo, ni gordo ni muy delgado. Noté que a diferencia de casi toda la gente de su edad, mantenía una postura corporal muy digna, nada de estar encorvado, con el lomo y la panza dejados de la mano de Dios. La mirada nivelada, no a las baldosas, ni lastimera o cansada. Pero tampoco estirado. Sólo normal. En un momento dado su mirada igual de tranquila se concentró en el fondo de un pasillo al que él tenía acceso visual, pero yo no. Desconozco lo que sería, por su expresión posiblemente nada en particular, pero no tenía la mirada perdida, sino todo lo contrario, visiblemente lúcida. Como alguien que piensa simultáneamente en lo que hará al llegar a casa, lo que hizo ayer, lo que planea para dentro de una semana y sin embargo no está ausente en su entorno, hilito de baba descolgando por la comisura, sino atento a cuanto le rodea. En ese momento salió su señora del aseo, y él se giró hacia ella con la naturalidad de saber que ella iba a reaparecer justo entonces, como si ambos llevaran conectado el Bluetooth. Entendiéndose sin mirarse, y no obstante mirándose porque sí.
La Doña se le parecía bastante. Entiéndanme, no como hermanos, sino como piezas de un engranaje que llevara siglos acoplando sus piezas. No creo que fuera una pareja creada a una edad algo tardía, se notaba una solera de años en lo suyo. Porte digno, expresión tranquila, bien vestida pero no fuera de lugar. Ella tardó menos de un segundo en repasar las miradas de los presentes en la sala, incluida la mía que no me dio tiempo a apartar. Dio un “buenos días” totalmente normal, justo al mismo tiempo que él, y se dirigieron a la salida. Y ya está.

Ahí me quedé yo, sentadito muy formal y con mi estudiada cara de “vaca mirando tren que pasa”. Repasando mentalmente porqué precisamente me había fijado en ellos, en lo cómodos y tranquilos que se les veía en mitad de un cuarto lleno de desconocidos. Lo a gusto que parecían estar consigo mismos, y con su otro. En su ropa, ni tan clásica que les sumara años, ni demasiado juvenil para su edad, algo que le pasa a cada vez más gente. Y sobretodo, en el yuyu que me encoge la tripa cada vez que pienso en que hasta yo me haré mayor, y en qué puñetero documento habría que firmar con sangre propia para asegurarme un proceso de maduración como aquél. Ojalá, qué tranquilidad me aseguraría desde ya mismo, rediez.

1 comentario:

  1. Amigoooooo!!!!!!!!!!
    Me gusta mucho tu bloggggg.
    Le has dado una estética cojonuda. Muy contigo mismo. Y me parece muy divertida y de un gusto exquisito la manera de escribir y de contar las cosas cotidianas. Como el que guarda el amor o las preocupaciones en el cajón de los calcetines o en cubo de la ropa sucia.
    Te sigo, Guein. Y siempre te estaré muy agradecido por haber sacado las uñas por mí ante aquellos capitalistas desalmados.
    Un abrazo

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