martes, 19 de enero de 2010

De peatones y hombres

Hace pocos días que he recuperado la capacidad de montar en moto, y soy feliz. Desde que la tengo, hace dos años, son mínimas las ocasiones en las que viajo en coche y dejo a mi querida burrica a un lado: los días de tormenta severa, en los viajes muy largos o en los que debo llegar a más gente y cuando voy al Mercadona o al Carreful en busca de provisiones. La moto, o mejor dicho, mi moto, me da una sensación de libertad sencillamente imposible de experimentar con otras actividades más o menos compatibles con la vida diaria. Así que descartamos el parapente, el esquí extremo o gritar “¡Malditos negratas!” en medio del Bronx.

Y he de decir que viajar a lomos de mi gordita me ha proporcionado muchas alegrías, unos pocos sustos y alguna situación extraña. Es de esta última sección de la que quiero hablar. Como he dicho antes, hace una semana me aventuré con ella de nuevo al centro de Valencia, y volví a recordar los momentos difíciles de ser un jinete urbano: conductores que cambian a su antojo de carril sin poner intermitentes, peatones intrépidos que se zampan un carril de cuatro carriles mirándote desafiantes, o el típico coche que acelera ante el color ámbar. Y fue entonces cuando recordé una situación que viví unos meses antes de mi stand-by quirúrgico que paralizó además mis clases de pilates y aikido, los j*****s bailes latinos o algo tan sencillo como dormir en mi colchón caro de látex de toda la vida.

La cosa fue tal que así: Estaba yo en una vía larguísima y rectísima de cuatro carriles, parado en un semáforo rojo. Se trataba de uno de esos semáforos críticos, de los que si no sales rapidísimo, te pillan los otros quince que vienen después. Vamos, que si sueles pasar por allí regularmente acabas dejando casi un año de tu vida en esa maldita avenida. En fin. El caso, digo, es que estando en esas, aquello parecía una parrilla de salida en Daytona. Todos intentábamos estar preparados para arrancar en cuanto el peatón verde comenzara a parpadear. Y yo también. Dos carriles a mi izquierda vi al enemigo a batir. Una scooter de respetable cilindrada igual de preparada. O más, porque de repente ante el asombro de todos miró a ambos lados, se pasó el rojo por el forro y salió disparada en línea recta. Me extrañó porque no parecía el típico perfil de niñato descerebrado que conduce su ciclomotor jugándose su pellejo y la estabilidad emocional del resto, sino alguien de mediana edad, con su traje, su corbata y su cartera de comercial.

El resto de conductores esperamos prudentemente hasta poder salir casi correctamente desde un punto de vista vial. Una vez en marcha y mirando muy a lo lejos, por lo de la previsión a larco alcance que tienes que controlar cuando conduces una moto, lo comprendí todo. A tres calles había un señor de bastante edad, que había comenzado a cruzar en la lejanía mientras su semáforo comenzaba a parpadear. Así que para cuando todos tuvimos luz verde, el buen hombre se había quedado en medio de la calzada, con un importante tembleque en las piernas y sin saber si avanzar o retroceder. Y aquí el colega motorista, que se había pispado de todo mientras esperaba, decidió saltarse el semáforo, jugársela ante cualquier coche imprevisto que se incorporara desde cualquier otra calle, y correr como alma que lleva el diablo directamente hacia el anciano. Ni que decir tiene que al principio el susodicho puso cara de cagarse por la pata abajo. De repente, a unos diez o quince metros frenó en seco, puso la luz de emergencia de su scooter, plantó los dos pies en el suelo y abrió sus brazos en cruz frente a él. Consiguió hacerse lo bastante visible en la distancia para toda la jauría que íbamos derechos hacia ellos que los cuatro carriles tuvimos que aminorar un buen trecho antes, y dos de ellos hasta detenerse completamente. Ahora el viejecito comprendió todo, agradeció levemente con la cabeza y siguió su camino mucho más tranquilo hacia la acera mientras algunos conductores se frotaban los ojos y un servidor no podía evitar que el escaso vello del brazo se le pusiera de gallina. Y es que, quien se mueva habitualmente por ciudad en moto (y el amigo tenía toda la pinta) sabe que hay pocas cosas tan temibles como ver por el espejo que un coche te atosiga por detrás. Pero parece que en el poco tiempo que tuvo para darse cuenta de la situación que tenía lugar a unos cientos de metros, calcular lo que se le vendría encima al pobre hombre y tomar una decisión, pensó que por él no iba a quedar. Si bien era relativamente improbable que al buen señor lo atropellaran, tenía todas las papeletas para comerse las increpaciones de una banda de salvajes al volante en hora punta y un susto susto del quince en forma de avalancha de colorines brillantes y neumático.

Después de esos pocos segundos confusos, que para mí fueron minutos, no tuve valor para saltarme el ámbar y me detuve. Más que nada por asimilar la situación, y sobretodo por asomarme a mi retrovisor y comprobar que a mis espaldas todo había salido bien. No habían indicios de lo contrario, aunque tampoco pude divisar al anciano ni su salvador. Posiblemente éste último había girado en la calle de antes, o puede que hubiera ido parándose a un lado para asegurarse de que llegaba bien a su destino. Pero sí recuerdo perfectamente, casi como si hubiera sido esta mañana, que algunos días de mierda en los que pienso que las personas que pululamos por la ciudad parecemos borregos imbéciles y a veces enormes cabrones, me resbalarían por completo sobre la bolsa escrotal si tuviera la oportunidad de encontrarme al motorista anónimo y darle un sonoro y húmedo beso en la visera del casco.

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